Por P. Fernando Pascual

La experiencia de la conversión implica el arrepentimiento por los propios pecados, por aquellas ofensas que hayamos cometido contra Dios y contra los demás.

Por otro, incluye un deseo sincero por reparar, por emprender acciones que permitan, en la medida de lo posible, curar los daños que hayamos causado.

El pasado, lo sabemos, no puede ser anulado. Pero siempre podemos buscar en qué manera “compensarlo”, de modo que el mal cometido quede, en parte, superado.

Así, si he faltado a la verdad, buscaré promoverla, al hacer manifiesta mi mentira y al ofrecer a quienes haya engañado una información correcta y justa.

Si he faltado al amor con gestos de egoísmo, buscaré dejar a un lado mis intereses y veré cómo ayudar a otros, sobre todo a los más cercanos.

Si he ofendido a alguien con insultos y desprecios, tendré fuerzas para pedir perdón y, sobre todo, para dejar que mi corazón aprenda a amarle en Cristo.

La lista de reparaciones es larga. Lo importante es que cada una de ellas nazca desde la experiencia del perdón que recibimos de Dios, y madure el deseo de aliviar a los que hayan sufrido por nuestra culpa.

Por eso, cuando Dios ilumina nuestras almas para que tengamos valor a la hora de confesar el propio pecado, también nos invita a una generosidad que nos empuje a reparar por nuestras culpas.

El mundo está lleno de sufrimientos por las consecuencias de los pecados que cometemos continuamente. Esos sufrimientos encuentran un camino concreto de alivio cada vez que un pecador se arrepiente, pide perdón en el sacramento de la penitencia, e incluye, en su propósito de enmienda, un deseo sincero y generoso de reparar por sus pecados.

 

Imagen de congerdesign en Pixabay


 

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