Por P. Fernando Pascual

El dolor no solo hiere a quien lo sufre. Deja también sus huellas en familiares, amigos, conocidos.

Una persona se apaga poco a poco por la esclerosis. Otra sufre por falta de trabajo. Otra no deja de llorar porque le abandonó su esposo o su esposa.

Junto a esos dolores de seres queridos, sentimos pena por los niños huérfanos de guerra, por los hambrientos en diversos rincones del planeta, por las víctimas de injusticias de todo tipo.

Frente a tanto dolor, ¿es posible hacer algo? En ocasiones, podemos estar cerca de quienes conocemos, con una palabra, con una ayuda, con cariño.

Pero sentimos que eso es poco, que el dolor encapsula al otro y parece como engullirlo, sobre todo cuando el sufrimiento se prolonga por meses y años.

Entonces su dolor entra también en nosotros, porque sentimos nuestra impotencia, nuestra pequeñez, nuestra inutilidad de ofrecer algún alivio eficaz.

Siempre podemos rezar a Dios por quienes sufren. En ocasiones, esa oración tiene un tono de queja, porque no comprendemos el aparente silencio de Dios.

Sin embargo, solo Dios puede ser el consuelo pleno de tantos hombres y mujeres que sufren en su cuerpo y en su corazón.

A ese Dios dirigimos nuestra súplica, para que alivie, para que consuele, para que dé esperanza, para que fortalezca.

Miramos a Cristo, Dios y Hombre, que reza a su Padre por sus hermanos. Nos unimos a su oración en tantas noches al raso, en Getsemaní, en el Calvario.

Ese Cristo, que nos conoce, que sabe lo que es sufrir, está hoy, como en el pasado, junto a cada persona que sufre, que llora, y que necesita un consuelo que solo puede llegar, plenamente, desde el corazón de un Dios que ama…

 

Imagen de Anja en Pixabay


 

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