Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
A primera vista parece como un intruso, que nada tendría que ver con nuestra santa fe católica; más aún, como un personaje deleznable, puesto que Cristo padeció bajo su poder. Poncio Pilato era poderoso, sí, pero no más que un segundón bajo el César de Roma. Un mediocre que quiso pasarse de listo y cayó en su propia trampa.
Así lo presenta san Marcos en su evangelio. El poderoso grupo sacerdotal judío acusa a Jesús ante Pilato de proclamarse “rey de los judíos”, de conspirar por tanto contra el César de Roma. Quieren que el Gobernador tome por su cuenta el caso de Jesús, ante su impotencia de darle muerte por su propia mano.
Pilato acepta el caso, interroga a Jesús y, ante su silencio, descubre el proceder amañado de los sacerdotes. Acepta la doble jugada que se le presenta: quedar bien con el César de Roma y vengarse del proceder de los acusadores. Nada logra. Entonces echa mano de su astucia y propone, ante la multitud expectante, el recurso a la opinión pública: Que el pueblo elija entre Jesús y Barrabás. Pilato, pretendiendo lucir su populismo, recurre al voto popular. Pero, con la voz más alta que la mano, el pueblo amotinado le exigió la liberación del asaltante Barrabás, ya condenado a muerte. Aquí tiene lugar la verdadera sentencia de muerte de Jesús, quien, inocente, fue cambiado por un criminal. Para san Marcos, que escribe para los romanos, Jesús murió por los pecadores, bajo el poder de un político populista, a merced del gremio sacerdotal.
Poncio Pilato es un personaje de cuya existencia histórica nadie duda, y desempeña un papel importante en el plan de Dios. Dios se sirve del que quiere y como quiere, sin menoscabo de su libertad. Por eso es Dios. San Juan presenta en su evangelio otra faceta de este drama. En el diálogo que sostiene con Jesús, Pilato, ante el silencio del acusado, recurre pretencioso a su autoridad: “¿No sabes que tengo poder para soltarte o crucificarte?” Jesús le recuerda que esa autoridad le viene de lo Alto, de Dios. Que mida lo que está diciendo, pues tendrá que rendir cuentas. Aunque autoridad vigente y reconocida, no es omnipotente: en el mismo acto de juzgar a Jesús, está dictando su propia sentencia.
En esta maraña de intenciones e intereses, san Juan recoge un destello de verdad: por tres veces Pilato da, ante el pueblo, testimonio de la inocencia de Jesús: “No encuentro en él ninguna causa de muerte”. Aún la más pequeña pizca de verdad lleva siempre el hálito del Espíritu Santo: la verdad y el bien conservan su valor. La Iglesia ha querido recoger en la profesión de fe, el Credo, este testimonio y, sobre todo, la dimensión histórica esencial de la fe cristiana, que tiene valor no sólo en el momento pasado, en lo acontecido, sino que su permanencia es duradera. El Hijo de Dios, al hacerse como un hombre cualquiera, entró a formar parte de la humanidad. Lo sucedido en la pequeña Palestina, sometida al imperio más poderoso y cruel de la antigüedad, sigue estando vigente en su Iglesia y en la vida de cada cristiano hasta la consumación final.
El Estado, como Pilato, jamás podrá legitimar la condena a Jesús, pero sí puede “entregarlo”, en mano de sus enemigos: a Pilato siguió Nerón, y después la negra lista de perseguidores que en el mundo han sido, y lo serán. A Pilato le tocó poner en evidencia y protagonizar el lado oscuro del poder político, y a Cristo, y ahora a los cristianos, el redimirlo.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 5 de marzo de 2023 No. 1443