Por P. Fernando Pascual
Cuesta reconocer los propios errores. Los motivos pueden ser diferentes. Veamos algunos.
El primero surge simplemente cuando adopto una actitud defensiva. Reconocer mi error parecería que me empequeñece ante los demás.
Un ejemplo sencillo es el de los padres de familia que han sostenido algo equivocado y no lo reconocen porque piensan que sus hijos podrían verlos como menos competentes.
El segundo aparece cuando pensamos que reconocer un error implicaría perder fama y someternos a las críticas ajenas. Esto ocurre sobre todo en políticos, que perderían aprecio (y votos) en la gente si declarasen haber sostenido algo equivocado.
Además de los políticos, podemos añadir a profesores o personajes públicos que venden libros y conceden entrevistas. Para ellos, reconocer que lo afirmado ayer era falso implica una pérdida de credibilidad que seguramente les haría menos famosos.
El tercer motivo, unido en parte al anterior, se encuentra en grupos de poder económico, que van desde el mundo de la banca hasta las empresas farmacéuticas, que logran grandes beneficios con informaciones falsas, y que perderían millones si declarasen algunos errores del pasado.
A pesar de los diferentes motivos que hacen difícil reconocer los propios errores, necesitamos abrir los ojos para darnos cuenta de que aceptar un error y declararlo ante los demás ofrecen no pocos beneficios.
Uno consiste en crecer en la honradez. Hace falta valor y transparencia para decir “me equivoqué al decir que esta medicina funcionaba”, pero hacerlo permite ganar la estima de la gente ante ese gesto de honestidad científica.
Otro beneficio permite abrir espacios a nuevas búsquedas, investigaciones, análisis, que surgirán a partir del reconocimiento de un error y del deseo de avanzar un poco hacia verdades que nos interesan a todos.
En un mundo donde se da tanta importancia a la imagen, muchos temen reconocer sus errores porque piensan que hacerlo sería perjudicial para ellos.
Pero en ese mismo mundo sigue vivo el deseo de avanzar hacia la verdad, lo cual implica tener el valor para decir “me equivoqué” y asumir la propia responsabilidad ante cada error.
Solo entonces uno mismo emprenderá nuevas búsquedas, y los demás apreciarán ese gesto de franqueza de quien no tiene miedo de declarar sus errores. Lo cual, conviene recordarlo, será también de gran ayuda para que otros dejen a un lado lo falso y, así, avancen juntos hacia la verdad.
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