Por P. Fernando Pascual
Hay quienes dedican casi todo su esfuerzo a ganar dinero, a lograr la máxima seguridad en los bienes materiales.
Otros se lanzan con pasión a defender ideas o proyectos de diverso tipo: políticos, sociales, culturales, ecológicos.
Otros experimentan un interés incontenible por la tecnología. Anhelan el último modelo de un móvil, de una computadora, de pantallas, o de otros aparatos.
La lista podría hacerse muy larga. Incluiría a quienes se interesan por conocer temas como el deporte, la música, la literatura y el cine, y a quienes invierten tiempo y corazón en actividades como el senderismo, la pesca, los juegos online, la gastronomía.
En esa lista hay un elemento común: trabajar por asuntos temporales, contingentes, que no pueden durar eternamente.
El motivo es fácil de comprender: las cosas se acaban, y quienes las usamos tampoco viviremos en la tierra de modo indefinido.
Por eso, los esfuerzos por tantas opciones se encuentran, tarde o temprano, con un muro insuperable: el desgaste físico de las cosas y de las personas, la destrucción, la muerte.
Existe, sin embargo, otros intereses que nos orientan a “invertir” hacia el horizonte de lo eterno, a trabajar por lo que dura para siempre.
Es el horizonte de la religión verdadera, la que descubre, en la medida de lo posible, quién es Dios, qué hace por los hombres, y cómo desea que vivamos ahora para llegar al cielo.
Cristo mismo invitó a esa búsqueda, a esa inversión, a ese esfuerzo por lo que vale la pena, para no desgastar la vida solo en la búsqueda de aquello que termina.
“No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben” (Mt 6,19 20).
En el pasaje del Evangelio según san Lucas que recoge unas palabras parecidas, se añade un matiz importante: “Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla; porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Lc 12,33 34).
Tenemos el tesoro de una vida, de una mente, de un corazón, con el que podemos emprender un sinfín de tareas. Algunas son irrenunciables: tenemos que comer. Otras son opcionales: no pasa nada si dejamos de leer sobre deportes o si renunciamos a un viaje exótico.
Pero la única tarea que vale la pena es aquella que nos conduce, en esta vida, hacia aquello que nunca termina. Esa tarea consiste en algo exigente pero sumamente bello y que es, además, eterno: amar a Dios y amar a los hermanos…
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