Por Marieli de los Rios Uriarte*

En un suburbio de Roma, dentro de una casa un tanto vieja y descuidada, ocurre un encuentro espontáneo entre un Papa y diez jóvenes que, tras vencer el nerviosismo inicial, terminan por encontrarse en sus propias diferencias a partir de un compartir transparente y donde el dolor de cada uno es el hilo que hermana a todos.

El documental “Amén. Francisco responde” descubre la gran capacidad del corazón humano para traspasar sus propias fronteras y llegar ahí a donde el otro deja de serlo y se convierte en un amigo y en presencia de un Dios que quiere entrar en nuestra historia, en la de cada uno en lo particular y en la de todos en lo general.

Diez jóvenes provenientes de contextos, países, culturas, familias, credos, visiones y experiencias muy diversas que cautivan por su transparencia y la legitimidad de sus dudas, y un Papa que escucha y permite que cada uno se deje encontrar por el Padre, a su modo y a su ritmo y él siendo testigo del paso de Dios por cada uno.

Muchos son los frutos que podemos sacar de este documental, pero me centraré en cuatro que considero de mayor valía, sin pretender ser exhaustiva en las demás interpretaciones que quienes se permitan el tiempo y el espacio para ver el documental puedan extraer.

La primera gran enseñanza tiene que ver con la permanente actitud de escucha atenta, de asombro y de acogida que muestra el Papa Francisco y cada uno de los jóvenes en torno a él y hacia ellos mismos también. En ningún momento, ni si quiera en los segundos más intrépidos del documental cuando escucha el testimonio de un joven que fue abusado sexualmente o cuando le entregan en sus manos el pañuelo verde, símbolo de una postura abierta al aborto, el Papa se muestra incómodo o renuennte a escuchar, por el contrario, serenamente acoge cada palabra, aún los reclamos, que le expresan, y al hacerlo acoge con profundo respeto y mayor amor a cada persona que le comparte su sentir y su vivir. No interrumpe, no frena, no corrige, no atropella, no abruma, no silencia, permite que el corazón se abra y que encuentre en él y en los demás, recovecos de ternura para comenzar a sanar.

Esta actitud de apertura y de acogida, de asombro por la vida compartida es terreno fértil para que el Espíritu sane y conduzca. Sólo con iguales no hay posibilidad de encuentro pues el encuentro está dado ya, por el contario, atreviéndose a encontrarse con esas periferias existenciales, en palabras del mismo pontífice, ahí es posible el milagro de dejar asomarse a Dios y de permitirse la gracia de la fraternidad. No vamos solos, pero hace falta dejarse acompañar.

La segunda enseñanza radica en la sencillez del encuentro y del diálogo. El asombro que genera entre los jóvenes sobre la ausencia de protocolo, la broma inicial del Papa que suelta risas y libera la tensión, la no necesidad de usar palabras “bien arregladas y bien pensadas” e incluso la sencillez en el trato cuando uno decide hablarle de “tú” dan cabida para creer que, ante Dios Padre, todos somos iguales y que la belleza de cada uno está ahí donde el sentir brota de manera espontánea y las formas pasan a un plano secundario privilegiando el fondo y de la riqueza de cada uno tal cual es. Ni los jóvenes ni el Papa tienen miedo de hablar; ni ellos de expresa sus dudas, sus miedos, sus rabias y sus sueños ni él de contestar desde lo que el Espíritu le va mostrando a cada instante. Sin adelantarse ninguno, van forjando un espacio sencillo donde todos pueden ser ellos mismos. Ahí nadie está por encima de nadie y todos, en mayor o menor medida, han experimentado poco más o menos lo mismo: el dolor, la marginación, los señalamientos, la incertidumbre, los abusos, la soledad y desde ahí pueden hablar porque ese es el terreno común de lo humano.

No son nuestras victorias las que nos hermanan sino nuestros dolores, luchas y lágrimas por que es ahí donde más débiles somos que Su gracia es mayor.

El tercer aprendizaje y por contradictorio que parezca para una fe que se entiende de forma estrecha, no hay respuestas unívocas ni interpretaciones dogmáticas. El mismo Papa Francisco siempre advierte que no son consejos lo que da, y no responde nunca de forma tajante a las dudas presentadas, porque sabe que a cada uno Dios le llama por su nombre y que por ende, decir qué hacer o cómo se debe uno comportar, decir si algo está bien o no sale sobrando. Como buen ignaciano el Papa se muestra más pronto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla, a esforzarse por interpretarla bien, a corregirla con grandísimo amor si fuera necesario, y con ello da muestras de que a veces la fe no tiene los caminos trazados de antemano ni es una enciclopedia que al consultarla todas nuestras dudas quedan despejadas, por el contrario, es esa dimensión donde tal vez muy poco se sepa y todo quede por descubrir sabiéndose conducir por Él que todo lo sabe.

Por último, algo que vale mucho la pena rescatar del documental es lo variopinto de los personajes que se encuentran. De diversos países y de diversas religiones, ni son todos santos ni son todos pecadores, son ambas cosas a la vez, también nuestro querido Papa y al igual que nuestra querida Iglesia que es santa y pecadora y así, en esa multidiversidad de personalidades y en esas narrativas tan diversas y hasta opuestas unas con otras, es posible el encuentro y es posible mediante el cobijo de la fraternidad. Ahí todos son hermanos y lo confirma al final el mismo Papa cuando reafirma que es posible la fraternidad más allá e incluso gracias a las diferencias. De esta manera, muestra que precisamente la riqueza de sabernos hijos e hijas de Dios radica en la diferencia que permite compartir la vida desde la autenticidad.

Para concluir quisiera reflexionar brevemente sobre cómo cada uno de nosotros, desde nuestra fe cristiana y católica estamos llamados a fomentar este tipo de espacios de encuentros que incluyan la divergencia de opiniones para ser compartida desde el respeto y desde el intercambio sano de ideas y que, sobre todo, salvaguarden en todo momento, la centralidad del mensaje evangélico y de las enseñanzas de Cristo sobre el valor irrenunciable e indeleble de cada persona como hijo de Dios, amado por sí mismo y siempre acompañado por un Dios que no escatima sus afectos y que no economiza en Su Salvación.

*Profesora e investigadora de la Facultad de Bioética – Universidad Anáhuac México

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