Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Muchos vociferan exigiendo justicia ante la violación flagrante de los derechos humanos en todo el abanico de posibilidades. Se pisotea la grandeza y la dignidad de la mujer; se ultraja a los inocentes, víctimas de acciones perversas o de una propaganda que les arranca su infancia; los migrantes, como parias o tratados como criminales, cometiendo contra ellos, verdaderos crímenes de lesa humanidad, como lo recientemente acontecido en Ciudad Juárez, México. Los criminales, también tienen derechos humanos y merecen un proceso y un juicio justo, conforme a derecho. Los pobres sin techo, los enfermos crónicos, o los ancianos, también tienen derechos, a una atención digna, a medicinas adecuadas, a albergues apropiados.

Pero vivimos inmersos en la crueldad; en las constantes amenazas de muerte por el crimen organizado o los actos vandálicos.

Abundan, a diestra y siniestra los políticos émulos de Pilato, que se lavan las manos y culpan ‘honorablemente’ a otros poniendo de manifiesto su cobardía.

Marchamos en pro de la democracia, -que es un bien que puede tutelar la libertad, pero no es el bien absoluto por definición.

Jesús, Inocente, Rey y Juez, pone en evidencia nuestras conductas y pensamientos erráticos.

Como dice Pagola, ‘una democracia sin amor fraterno no llevará a una sociedad más humana’.

La Cruz de Jesús, es la esperanza única; es la Verdad que redime de la mentira a la que nos quieren habituar los merolicos de la política, que se llenan la boca de sofismas.

Jesús nos invita a seguirlo y tomar su cruz que compromete: poner verdad donde hay mentira, poner justicia ante abusos, olvidos y vejaciones; poner compasión y misericordia, donde el amor ha sido echado fuera.

Por eso dichosos los que no se escandalicen de él cuyo Evangelio del amor y del perdón es rechazado y es su Cruz.

Seguir a Jesús de Nazaret nos llevará a guardar silencio ante los vociferantes: ‘si eres el hijo de Dios, bájate de la cruz’. Ante el griterío de la chusma y de la soldadesca, Jesús guardó tres horas de silencio. Esto nos lleva a pensar en el ‘silencio de Dios’, ante las injusticias y el sufrimiento de los inocentes.

Jesús asume todo el dolor y todas las penas de la humanidad de todos los tiempos, en sí mismo; en él, el Padre, consufre, -syn pásxein, porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo ( cf 2 Cor 5, 19).

El sufrimiento de Cristo, es el sufrimiento del Padre, aunque diferente; pero sufrimiento de Padre como Padre, pues tiene corazón de Padre.

El silencio de Jesús, asume el sufrimiento de los inocentes; y llega hasta al paroxismo de gritar en su momento, con voz potente: ‘Elí, Elí, ¿lemá sabactaní?, -Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’ (Mt 27, 46).

Este abandono lo experimenta Jesús en la Cruz; este abandono lo experimentan quienes, en su dolor, sufren con Jesús y Jesús sufre con ellos: sufrimiento espantoso, ante el silencio de Dios. Ante eso no queda más que abandonarse en las manos del Padre, como quien sufre absolutamente y confía absolutamente.

Cristo crucificado con nosotros y entre nosotros es nuestra única esperanza.

El silencio del Padre, lleva a ese grito último, hasta el extremo, para abandonarse en sus brazos y entregar el espíritu, aguardando, su palabra última y definitiva que es la Resurrección.

 
Imagen de Gerd Altmann en Pixabay


 

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