Por Arturo Zárate Ruiz

En ocasiones, nos puede parecer no sólo injusto, también inconveniente, el perdonar. Si algo nos duele en México, es la impunidad de los maleantes: 99% de los delitos no se castigan. Los criminales andan sueltos como Pedro por su casa. Y no es que falten leyes. No se aplican. Dijo Cervantes: «las leyes que atemorizan y no se ejecutan, vienen a ser como la viga, rey de las ranas, que al principio las espantó, y con el tiempo la menospreciaron y se subieron sobre ella». Así en México: ningún criminal ni corruptos se asustan ni con la peor amenaza, por ejemplo, rostizarlos vivos, pues saben que no se le castigará. Por tanto, a seguir con las suyas. Que se les sancione al menos con una multa, muchos pedimos, pues tal vez funcione eso que dijo Cesare Beccaria: «no es lo duro, sino lo seguro de la pena».

Entonces, ¿por qué Dios no sólo nos perdona, sino también condiciona su perdón a que nosotros perdonemos?

Para entenderlo, hay que recordar que Dios es perfecto en todo, por tanto, también en su justicia y en su misericordia. Y para entender su justicia, hay que recordar qué es en general la justicia —«tratar a cada uno como se lo merece»— y cómo se nos debe tratar a cada hombre: como hijo de Dios, pues desde toda la eternidad así nos eligió. De allí se desprende nuestra enorme dignidad y la obligación de tratarnos los unos a los otros como Príncipes del Cielo. Ni el peor criminal pierde, en la cárcel, sus derechos humanos. Es más, por ello Jesús dijo: «Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores, para que así sean hijos de su Padre que está en los Cielos. Porque él hace brillar su sol sobre malos y buenos, y envía la lluvia sobre justos y pecadores. Y si saludan sólo a sus amigos, ¿qué tiene de especial? También los paganos se comportan así. Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué mérito tiene? También los cobradores de impuestos lo hacen».

Ahora bien, que hay castigos, los hay, pero el peor de ellos no nos lo impone Dios, sino nosotros mismos. De pecar, rechazamos su presencia, y eso es el Infierno hoy y en cualquier momento; por supuesto, después, de no arrepentirnos. Sin Dios, jamás tendremos ni paz ni verdadera alegría en nuestro corazón.

Ciertamente, Dios, como buen Padre que es, nos da un jalón de orejas de vez en cuando, tal como lo hacemos al corregir a nuestros hijos para regresarlos al buen camino. Esa corrección no la van a recibir del vecino. Nosotros somos quienes más amamos a nuestros chamacos y, con una nalgada oportuna, nos compadecemos de ellos. Así Dios de nosotros.

Sin embargo, por el pecado de Adán y por nuestros pecados mortales no podemos regresar del todo al buen camino por nuestras propias fuerzas. Restaurar bien nuestra relación con Dios no la lograremos nosotros mismos. Tras nuestro rechazo, nos hemos quedado demasiado chaparros para alcanzar al Altísimo.

El Señor ha tenido una solución tanto justa como misericordiosa: Jesús, Dios y Hombre verdadero. Como Hombre, pagó en la Cruz por nuestros pecados y sufrió del todo sus consecuencias: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado». Como Dios, el Todopoderoso resucitó y nos restauró en la Vida.

Dios, por tanto, es perfecto tanto en su justicia como en su misericordia.

Puede quedarles, sin embargo, alguna duda a algunos hermanos que se encuentran en estado de gracia. «¿Por qué —tal vez se pregunten— si me porto tan bien me toca tanto sufrimiento?» Una razón podría ser que Dios les recuerda las consecuencias de volver a pecar. Otra, y muy importante, es unirse a Cristo en la Cruz, como ofrenda, para la salvación propia y de todos, como instruye san Pablo: «Ahora me alegro de poder sufrir por ustedes, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia».

En fin, si nos toca alguna vez castigar, que no sea por venganza, sino por corrección fraterna o por protección de los que se ven amenazados por la delincuencia. En cualquier caso, debe hacerse con amor hacia el “enemigo”, lo que exige el perdonar con el corazón.

Si nos toca alguna vez castigar, que no sea por venganza, sino por corrección fraterna o por protección de los que se ven amenazados por la delincuencia.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 9 de abril de 2023 No. 1448

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