Por P. Fernando Pascual
Cada pecado provoca un daño en el corazón de quien lo comete.
Al rendirse ante el egoísmo, al ceder a la pereza, al abandonarse a la tristeza malsana, al dejarse envolver por la envidia, el pecador se daña a sí mismo y, en muchos casos, también a los demás.
Pero el pecado no es solo un daño absurdo que hiere nuestra maravillosa vocación humana. Es, sobre todo, un daño que llega hasta el corazón de Dios.
Por eso, necesito ver el pecado en su perspectiva más profunda: como algo que me aparta de Dios y, por lo mismo, como algo que Dios, como Padre, “experimenta” con una gran tristeza.
Cuando lo vemos así, el pecado deja de ser algo simplemente personal, como una especie de mancha que oscurece nuestros proyectos de bien y nos arrastra hacia lo vil y dañino.
Empezamos a verlo en una dimensión relacional, como un hijo que sabe que el Padre desea lo mejor para sí, y que cada vez que peca se aparta de ese Padre bueno para buscar lo que envenena y destruye.
Si el pecado hiere nuestras relaciones con Dios, solo ese Dios puede restablecer en serio nuestras vidas a través del perdón que cura, de la misericordia que salva.
Entonces el pecado puede quedar superado. Mi alma, tras recibir el perdón, agradece a Dios su ternura y su fidelidad, su misericordia cercana y siempre ofrecida.
Vuelvo a la vida ordinaria. No lucharé solo contra el pecado, porque conservo en mi corazón la certeza de que existe un Dios cercano que me acompaña y ayuda porque ama y porque me ofrece, sin medida, su misericordia.
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