EDITORIAL

Cada Domingo de Ramos recordamos la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén. La gente echaba sus mantos para que pasara el Rey. Pero no todos iban al encuentro del Hijo de Dios. Aunque no había fotografía en aquel entonces, muchos, seguramente, iban “por la foto”. Ese desdén por el otro, esa afirmación del yo en la medida que se arrastra en la masa, ha sido el filón del tesoro electoral de los populismos, de izquierda o de derecha, en el mundo. Arrancan la necesidad de la gente por “pertenecer”. El grito, la amenaza, la discordia, el repunte de la fidelidad sin tacha a un “movimiento”, se vuelve “modo de hacer política”. Por desgracia, ese “modo” termina en la violencia.

El aplauso hace más daño que el peor de los consejos, decía una sentencia atribuida a Sócrates. El aplauso es lo contrario a la humildad que reclama cualquier puesto de representación popular. Estás ahí para servir a tus semejantes, no para engordar tu ego (y menos tu cuenta de cheques).

Qué limitados somos cuando nuestro interés está lastrado por el orgullo. Y nuestra vida dirigida a escuchar un aplauso. Nos quema el reconocimiento, no el bien; el ruido, no la esperanza de una vida mejor para quienes nos necesitan. “Hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece”, repite el papa Francisco. El verdadero poder —el de Cristo— es escuchar al bosque.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 2 de abril de 2023 No. 1447

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