Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
”¿Qué, vendrá ése a la fiesta?” se preguntaban las gentes, porque se acercaba la fiesta más importante de los judíos y Jesús no aparecía. La fiesta de las Chozas era la conmemoración del tiempo en que el pueblo habitó en chozas, durante la travesía en el desierto. Los profetas anunciaron que allí aparecería el Mesías con todo su esplendor. Brotaría un manantial en Jerusalén de aguas sanantes, y quien asistiera a la celebración recibiría una lluvia de bendiciones. “Pero Jesús andaba por Galilea; no quería ir a Judea (Jerusalén), porque los dirigentes judíos lo querían matar”, dice san Juan.
Pero Jesús no podía faltar. Y, en efecto, llegó “de incógnito”. Algunos parientes lo identificaron, pero como conocían su origen, no podía ser el Mesías. Nazaret quedaba descartado, a menos que hiciera un milagro espectacular, como echarse abajo del alero del templo: “La gente hablaba mucho de él, cuchicheando”, mientras los dirigentes judíos lo seguían buscando.
Necesitaban matarlo, porque “hombre como era, se hacía igual a Dios”. No guardaba el sábado. En una diatriba violenta, Jesús les mostró que las obras que él hacía eran las obras queridas por el Padre. Su Padre se las había enseñado. ¿Cuáles eran estas obras? El haber dado la vista a un nacido ciego, el haber levantado a un paralítico, el haber resucitado a un muerto, el haber perdonado a un pecador… En una palabra: La obra redentora de Cristo consiste en devolver al hombre su dignidad primera, la imagen de Dios. El Creador lo hizo “muy bueno”, muy bien hecho y después descansó.
El pecado lo desfiguró y ahora, el Creador, tiene que reiniciar la obra de restaurador de la dignidad humana, la imagen de hijo de Dios. Para eso envió a su Hijo Jesucristo. Los preceptos de Moisés, la observancia del sábado, el culto del templo y las fiestas de los judíos, pasan a un segundo lugar, o desparecen. Sombras las llama la carta a los hebreos.
Jesús subirá a Jerusalén a la fiesta, pero no a la “de los judíos”, sino a inaugurar su propia Fiesta, ahora la de los cristianos: La Pascua. Su corazón traspasado en la cruz va a inundar al mundo con el agua de la salvación. Esta es la fiesta que va a celebrar Jesús cuando entregue su vida por nosotros. Jesús tiene su Hora, la marcada por Dios, no por los poderosos de este mundo. Entonces instituirá una nueva Fiesta, cuyo centro y protagonista son él mismo: “El último día, el más solemne de la Fiesta, Jesús se puso de pie, y gritó: Si alguno tiene sed, que se acerque a mí, y que beba el que crea en mí. Como está escrito: De su entraña manarán ríos de agua viva. Lo dijo refiriéndose al Espíritu”.
Antes de celebrar su Fiesta, Jesús desenmascara a sus enemigos, quienes buscan matarlo. La Iglesia de Jesucristo tiene el encargo de celebrar este “memorial”, esta memoria viva, de Jesús. Le llama el misterio solemnísimo de su Pascua. Ni siquiera se atreve a ponerle una obligación, porque quien no se apreste a celebrar de corazón, bien puede dudar del nombre cristiano que ostenta.
A quien no lo tenga, o a quien de él se avergüence, no le faltará Dios en su camino. Pero, para quien se confiesa católico, un mínimo de coherencia y de pudor tendrá él mismo que exigirse. Por eso, “hay que explicar a los fieles la profunda diferencia que hay entre una representación, que es mímesis (imitación, teatro) y la acción litúrgica, que es anamnesis presencia mistérica del acontecimiento salvífico de la Pasión” (Directorio, Piedad Popular, 144). Las fiestas cristianas son memoria viva del Señor, el Viviente, no teatro para atraer turistas.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 2 de abril de 2023 No. 1447