Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Los católicos tenemos una serie de normas y principios que nos rigen y que debemos conocer y acatar de corazón como signos de identidad y compromisos de vida para alcanzar la salvación. Son hechos salvadores de Dios, que profesamos como verdades de fe en el “credo” que recitamos los domingos y en otras ocasiones importantes de nuestra vida cristiana. Uno de ellos dice así: “Creo en Jesucristo que está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso y desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos”. Habrá, pues, un Juicio final.

Esto sucederá, dice el catecismo, “Después del último estremecimiento cósmico del mundo que pasa”. Estrenaremos un mundo nuevo, “donde habrá justicia”. Entonces tendrá lugar la venida gloriosa de Cristo con el triunfo definitivo de Dios sobre el Maligno, o Juicio final. Entonces brillará el Reino de Dios, que se ha iniciado aquí en la tierra con la presencia de la Iglesia. “Cristo Juzgará a los vivos y a los muertos con el poder obtenido como Redentor del mundo”, pues nos adquirió el precio de su sangre. Todos los secretos del corazón aparecerán a la luz pública, lo mismo que nuestras acciones. Según nuestra conducta, seremos llevados a la Vida eterna, con Dios, o condenados por la eternidad. Esta es la verdad salida de la misma boca de Cristo y de la predicación de los Apóstoles. Es asunto de Fe.

En efecto, el Juicio universal, para todos los seres humanos, no tendrá excepción alguna, y será justo y sin apelación. Es el juicio último y definitivo. El tiempo de alcanzar el perdón de los pecados sólo se tiene en esta vida, mediante el sacramento de la Confesión.

Por eso en la Iglesia católica existe el sacramento de la confesión, que se ofrece a manos llenas para el perdón de los pecados. Lo obtiene quien lo acepta y recibe arrepentido de corazón, dispuesto a reparar las ofensas e injusticias cometidas. Lo robado sólo devuelto es perdonado.

Los crímenes que ahora se cometen, se realizan mayormente por católicos bautizados. La santa Madre Iglesia los invita a apartarse de este camino de perdición y a reconciliarse con Dios y con sus hermanos agraviados. Nos avergüenza y lastima a todos esta situación. Tanto la voz poderosa y misericordiosa de Jesucristo en su Evangelio, como las exhortaciones de sus sacerdotes, obispos, catequistas y hermanos cristianos, oran por los que delinquen y cometen crímenes, suplicando a Dios su conversión. Entonces habrá en el cielo fiesta mayor. Si no aceptamos el gozo del perdón vendrá, inevitable, el juicio de condenación. Ningún crimen perpetrado en esta vida quedará sin el merecido castigo. Todo crimen impune reclama una Justicia mayor. La de Dios.

Es verdad que el mundo es imperfecto, pero el cristiano debe luchar por hacerlo mejor. Para eso recibió la fe en el bautismo. También es cierto que somos débiles, pero Cristo vino a cargar con la cruz de nuestros pecados y a curar con sus llagas muestras heridas. Quien reniega de su fe en Cristo, vuelve a crucificar al Hijo de Dios. Lo mismo hace quien asesina o violenta a su hermano. Todo asesinato es un crimen contra un hermano y va directo contra Dios. Nadie existe capaz de responder por las injusticias cometidas en el mundo entero, pero las autoridades legítimamente constituidas son responsables de remediarlas en el ámbito de misión. “La verdad y la justicia han de estar por encima de la propia comodidad e incolumidad física, de otro modo mi propia vida se convierte en mentira”, merecedora de reprobación, escribió el Papa Benedicto (SE 38).que sabe el camino y cuida su relación con Dios.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de agosto de 2023 No. 1468

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