Por P. Fernando Pascual

Nos habrá pasado varias veces: enviamos un mensaje electrónico, y tras varios días no llega respuesta alguna.

Surgen entonces diversas preguntas: ¿habrá llegado el mensaje? ¿La persona estará demasiado ocupada? ¿Se habrá despistado? ¿No quiere responder?

Las dudas, sorpresas o inquietudes que experimentamos ante el silencio del destinatario podrían ayudarnos a hacernos una pregunta: ¿yo respondo con agilidad a los mensajes que otros me envían?

No se trata de ver los mensajes como una especie de partida de tenis o ping-pong: apenas me llega un WhatsApp o un mail tengo que responder a fuerza de teclado.

Se trata más bien de darnos cuenta de que detrás de cada mensaje hay una persona que se interesa por nosotros, que pide un consejo, que pregunta por una actividad en común, que anhela ser escuchada.

Por eso, cuando nos llega un mensaje, vale la pena un pequeño esfuerzo para responder lo más pronto posible, por respeto hacia la persona que nos lo ha enviado.

Hay asuntos, ciertamente, a los que no se puede responder con prisas: porque hace falta investigar un tema, porque no tengo clara mi agenda, porque necesito tiempo para pensar bien las opciones.

En esos casos, para tranquilizar a quien me ha enviado el mensaje, puedo enviar una primera nota con el sencillo mensaje de “recibido” y algún detalle personal hacia quien me ha escrito.

Esa nota, que expresa mi deseo de responder más adelante, tranquilizará al otro, porque así sabrá que he recibido su mensaje, y que deseo responder en el futuro.

Parece una cosa insignificante, pero en un mundo tan “intercomunicado” el gesto sencillo de responder a los mensajes, aunque solo sea para decir “estoy en ello”, tiene su valor: muestra ese deseo que tenemos de estar atentos al otro y de buscar la manera de ofrecerle aquello que, razonablemente, desea de nosotros.

 

Imagen de Firmbee en Pixabay


 

Por favor, síguenos y comparte: