Por P. Fernando Pascual

Ante nuestros pecados reaccionamos con pena, confusión, desánimo, a veces rabia o con sentimientos de culpa.

Pensamos que habría sido fácil controlar la lengua, para no decir esas frases que hirieron la fama de un familiar o un amigo.

O que hubiéramos podido evitar ver esas imágenes que luego nos llevaron a faltar al respeto a nuestros cuerpos.

O que un pequeño esfuerzo de voluntad nos habría apartado de un juego electrónico apasionante para llegar a tiempo al puesto de trabajo.

O que bastaba más atención a la hora de beber para evitar aquellos síntomas de borrachera que nos llevaron luego a decir estupideces.

Son muchas las reacciones que podemos tener ante los pecados que cometemos, algunos ya casi habituales, otros que nos llegan “por sorpresa”.

Pero lo importante, si tenemos el don de la fe, consiste en acudir cuanto antes a la misericordia de Dios.

Acudimos a Él no solo para tranquilizar la conciencia o para recuperar el orden en nuestra vida.

Acudimos, sobre todo, porque sabemos que Dios es bueno, que desea ayudarnos, que busca librarnos del mal y renovar nuestros corazones.

Ante nuestros pecados no podemos, por lo tanto, sucumbir al abatimiento o a la tristeza malsana, sino que necesitamos abandonarnos en brazos del Padre de la misericordia.

Dejamos ante Dios, en una buena confesión, esos pecados con los que le ofendimos y dañamos a nuestros hermanos.

Y le pedimos, llenos de confianza, que nos defienda ante las tentaciones, y que suscite en nuestros corazones gratitud, esperanza, y un deseo muy grande de avanzar por los caminos del amor.

 

Imagen de Peter van Briel en Pixabay


 

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