Editorial
cuando el gran pianista y compositor polaco Federico Chopin (1810-1849) dijo que “no hay nada más odioso que la música sin significado oculto”, nos previno de la avalancha que sufrimos hoy, cuando la música se ha vuelto una cosa superflua; a veces un odioso ejercicio de objetivación (sobre todo de la mujer) y desprecio de la dignidad humana.
El “significado oculto” de la música al que se refería Chopin es algo que no pertenece ni a los iniciados ni a los sabihondos. Es algo que todos percibimos cuando una melodía nos toca el corazón, la memoria, nos hace volar la imaginación hacia lugares íntimos: nuestra casa, el paisaje del lugar donde nacimos, las manos de una madre, acontecimientos simples, humanos, que dejan huella.
Otro compositor, Robert Schumann (1810-1856), pensaba que “mandar luz a la oscuridad del corazón del hombre es el deber del artista”. Sí, ése es el camino de la buena música: iluminar los espacios oscuros que a veces nos asaltan en la vida diaria: penalidades económicas, sequías espirituales, ausencias, dolores…
La música, la verdadera, no la comercial ni la pegajosa o repetitiva, es el lenguaje de Dios. El grandioso lenguaje que nos invita a abrazar a las estrellas y a caminar de la mano de nuestro hermano el hombre. Es el lenguaje del amor con el que fue hecha la Creación, y todo aquello que, además de gratuito, es bueno, bello y verdadero.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 14 de mayo de 2023 No. 1453