Desde los siete años la hermana Tere Soto Botello, inspirada por su abuela y por revistas que mostraban la vida y necesidades de África, supo que quería anunciar el Evangelio y supo que quería dejar su tierra en El Fuerte, Zacatecas, para convertirse en misionera. Después de pasar 26 años cumpliendo este deseo en tres diferentes diócesis del continente negro, en donde dejó sus mejores años, su salud mermada la obliga a regresar a México, pero su espíritu de servicio sigue intacto a sus 61 años. 

Por Rubicela Muñiz

¿Cómo nació su vocación y cuántos años tiene como profesa en las Misioneras Combonianas?

Yo puedo decir que mi vocación nació a los siete años. Mi abuela a los siete años me inyectó ese espíritu misionero. Me hablaba de África, de la falta de misioneros y de que los niños no tenían catequesis.

Yo me estaba preparando para mi Primera Comunión y mi abuela me dice: “Hija, pídele a Diosito lo que quieras y Él te lo va a conceder”. Y le pedí que cuando fuera grande, pudiera ir a enseñar la catequesis a África.

Después el tiempo pasó y cuando cumplí 18 años me fui con las Combonianas. Vine a visitarlas a Guadalajara, mis papás me acompañaron, y cuando entré al convento supe que este era mi lugar. Le dije a mi mamá: “Esto es lo mío”.

Entré el 7 de septiembre de 1980. Ahí hice mi formación y mi primera profesión la realicé el 12 de diciembre de 1983. Entonces, este año cumplo 40 años de profesión religiosa. Y mis votos perpetuos los hice el 15 de agosto de 1990.

¿Una vez que ingresa a dónde le asignan su primera misión?

A los 26 años me mandaron a la provincia de Chad (Centroáfrica), en donde estuve unos días esperando la ocasión para la misión. Hasta que después de varias dificultades, por no tener VISA, llegué a la diócesis de Doba.

¿Cómo empezó a desenvolverse?

Empecé a relacionarme con las mujeres y con las niñas e íbamos a buscar leña. Era una manera de ir entrando poco a poco porque era un pueblo muy desconfiado.

Lo que viven las mujeres y las niñas es muy duro. Y sobre todo una cosa que me tocó mucho es la mutilación genital de las niñas. Cuando llegué me dijeron que ahí no existía, pero después descubrí que sí.

A las mujeres les enseñamos a hacer jabón, a hacer calzoncitos para los niños que andaban desnudos y la única tela que encontré fue la tela con la que enterraban a los muertos. Y fracasó porque cuando se dieron cuenta que la tela era esa me rechazaron. Me dijeron que esa tela era sagrada.

Entonces yo busqué la manera de teñirla con plantas para disfrazar y fue de modo que lo pude hacer. La gente veía que yo quería lo mejor para ellos.

¿Y el idioma?

Yo para aprender la lengua del Ngambay iba a dormir con la gente. Tienen una chocita para dormir, pero toda su vida es fuera. Como ahí es muy caliente la gente duerme fuera, bajo la luna y con un fuego. Entonces yo estaba ahí repitiendo las palabras porque no hay libros, no hay gramática para estudiar la lengua, era solamente de oídas.

Me costó mucho, pero yo creo que el amor es el único lenguaje que todo el mundo entiende y con pequeñas acciones y actitudes yo traté de decir “son mis hermanos y por eso estoy aquí”.

¿Cuál era su preocupación más grande?

Algo muy fuerte es la poligamia. Las mujeres no podían liberarse de ello porque eso implicaba que devolvieran la dote que habían pagado, y eso era imposible porque esa dote se reparte entre la familia y la mujer es condenada a aceptar esa forma de vida.

A veces daba la impresión de que las utilizaban como mano de obra barata para tener muchos hijos y ponerlos a trabajar. Siempre cuestioné eso y di gracias a Dios por haber nacido en México. Mi preocupación más grande era esa, defender a las mujeres.

¿Es una lucha constante?

Es una lucha constante pero nuestras acciones cercanas a ellos los motivan. Nosotros ayudamos a varias mujeres a liberarse de sus maridos al darles trabajo para que pudieran pagar su dote.

La educación y la salud casi son cero, y lo que intentamos los misioneros es crear escuelitas comunitarias para ayudar a los niños, porque, entre más analfabetismo, el gobierno más se aprovecha y manipula.

Yo tenía nueve señoras a las que les daba alfabetización y les enseñaba cosas prácticas, y ellas iban a las comunidades a formar a más gente porque yo estaba sola en la parroquia. Hay gente muy inteligente que no ha tenido la posibilidad de estudiar.

A los niños que estudiaban les pedíamos un kilo de sorgo por año y con eso les pagamos a las mujeres, y con eso ellas podían pagar su dote.

¿Esos son sus frutos?

Sí. Gastamos nuestras energías en la educación de los niños y siempre estábamos buscando cómo hacer y cómo ayudar. En una carta que me dio la gente de la primera parroquia me decían: “Hermana, le agradecemos mucho porque usted nos enseñó a pescar y no nos dio el pescado. Esto lo vamos a tener para toda la vida”.

En el 2018 el obispo me dice: “Tere, te recuerda la gente. Dicen que si siguen adelante, es gracias a esa hermana que creyó en ellos”. Lo único que yo tengo es mi persona, cosas no les voy a dar, yo les voy a enseñar lo que sé y lo que he aprendido.

Me fui en el 2000 de esa parroquia y 20 años después supe que seguían con esos grupos de mujeres. Es una lucha contra la cultura, contra las tradiciones, pero estas mujeres fueron muy valientes. Me dijeron, “hermana, tienes razón. Dios nos quiere mujeres libres y que sepamos tener voz”. En una reunión las mujeres no pueden hablar.

¿Qué fue lo que más le gustó?

A mí lo que más me gustó fue despertar la conciencia en las mujeres, de su dignidad. Los primeros meses fue ver, escuchar, y ahí descubrí la pobreza más grande: estas mujeres son el brazo derecho y son las que prácticamente tienen la economía en sus hogares y no cuentan.

Yo siempre les decía que éramos hermanas y que como hermanas teníamos que ayudarnos y buscar defender lo que es nuestro, nuestros derechos. Que se nos respete como mujeres. Los esposos nada más engendran, les decía yo, “pero ustedes son las que educan a los niños, los curan, los mandan a la escuela, a la iglesia y lo tienen todo. Ustedes son la fuerza de esta sociedad”. Muchas de mis energías fueron para estar con las mujeres y hacer camino con ellas.

¿Le tocó sufrir enfermedades propias de la región?

En una de las parroquias, en la que estuve tres años, experimenté muy fuerte el paludismo y la fiebre tifoidea, porque hubo un golpe de estado en Centroáfrica y muchos se vinieron a refugiar a nuestra parroquia.

Era el mes de marzo, hacía mucho calor, no había casi agua y llegaron 17 mil personas. Fue algo muy duro y lo poquito que teníamos lo fuimos repartiendo.

¿Cuánto tiempo se quedó en África?

Me quedé 26 años. A África regresé por última vez en el 2021 pero mi salud ya iba muy desgastada. El paludismo empezó a atacarme cada mes y también me dio fiebre de tifoidea tres meses. Ya estaba sin fuerzas. El médico me dijo que ya tenía que salir y ahorita estoy en tratamiento. Físicamente estoy débil, pero mi espíritu sigue apasionado por la misión.

¿Su abuela pudo verla como misionera?

No. Mi abuelita murió cuando yo era novicia.

Ahora que regresó a Guadalajara, ¿qué labor desempeña?

Yo voy al albergue FM4 Paso libre de migrantes y también vamos a parroquias cuando nos solicitan, o cuando nos dan espacio vamos a hacer animación misionera.

También en una privada tenemos un grupo misionero de niños y yo trabajo con los niños.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 7 de mayo de 2023 No. 1452

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