Por P. Fernando Pascual

Todos tenemos un pasado. Con ese pasado podemos relacionarnos de modo correcto o de modo equivocado.

El pasado se convierte en un peso cuando lo miramos como una cadena opresora, como algo que nos ata y nos impide vivir a fondo el presente.

Surgen entonces ataduras que condicionan íntimamente a las personas: la atadura de un accidente, de una injusticia padecida, de un pecado que no acabamos de ver perdonado.

Cuando miramos así, una y otra vez, a esos momentos de nuestra biografía, surge la pena, la rabia, la tristeza, incluso el pesimismo.

Por eso es importante asumir correctamente el propio pasado, para que no se convierta en una atadura dañina, en un peso insoportable.

No se trata de negar los males que han ocurrido, ni de resignarnos pasivamente ante injusticias que hay que corregir.

Se trata, más bien, de reconocer la propia historia, de asumirla responsablemente, y de preguntarnos: con este pasado, ¿qué puedo hacer en el presente? ¿Cómo proyectarme hacia el futuro?

Entonces podemos romper ataduras del pasado que nos llenaron de condicionamientos malsanos, y empezamos a disfrutar de una libertad sorprendente.

No es la libertad de quien niega su historia: nunca podemos suprimir lo que ocurrió en el pasado, lo que hicimos o lo que otros hicieron.

Sino que se trata de la libertad que asume esa historia, busca rescatar lo que sea bueno, curar lo que sean heridas, incluso llegar al gesto heroico de perdonar o de pedir perdón.

Entonces aparecerá ante nosotros un horizonte de posibilidades de bien, porque abriremos espacios a nuestra libertad y dejaremos que nuestro corazón confíe en Dios y en tantas personas buenas.

Así será posible dejar en las manos de Dios la historia que hasta ahora ha marcado mi vida, y emprender nuevas rutas orientadas hacia la única meta que vale la pena: amar.

 

Imagen de Steve Norris en Pixabay


 

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