Por P. Fernando Pascual

La educación ocupa un lugar clave para el crecimiento de las personas y para promover una sana convivencia entre los miembros de una sociedad. Al mismo tiempo, las leyes, de modo directo o indirecto, tienen consecuencias educativas, al permitir ciertos comportamientos, vistos como legítimos, y al prohibir otros.

Esta idea ya estaba presente en el mundo antiguo. Basta con leer las observaciones que Platón hizo sobre el tema, especialmente en dos obras clave, la República y las Leyes. Aristóteles, que no ocultaba sus diferencias y críticas hacia Platón, también reconoció el papel educativo de las leyes en obras como la Ética nicomáquea y la Política.

Por razones históricas, en el mundo contemporáneo ha surgido una cierta desconfianza hacia un posible interés educativo por parte del Estado y de sus leyes. De modo especial, las dramáticas experiencias del totalitarismo (de izquierdas o de derechas) han mostrado los peligros y daños que provocan los sistemas dictatoriales cuando quieren imponer una ética a todas las personas.

Las democracias, que parecerían estar exentas de los peligros de los sistemas totalitarios, no han prescindido por completo de elaborar leyes y normativas que, en el fondo, generan cultura y ayudan a promover principios que se plasman luego en la educación.

Esta idea ha sido subrayada en un reciente libro de ética filosófica, publicado en italiano en el año 2021 (Michael Konrad, Introduzione all’etica filosofica, Edizioni Studium, Roma 2021, especialmente en las páginas 162-164).

Konrad señala que ningún Estado debería ignorar los efectos educativos o deseducativos que producen sus leyes. Como ejemplos, explica cómo influyen en la cultura leyes que permiten el aborto, la eutanasia o el divorcio.

Como subraya Konrad, “una ley justa promueve el desarrollo de una visión adecuada sobre el mundo, mientras que una ley injusta favorece la difusión de una visión deforme” (p. 164).

Ello se muestra de modo tristemente concreto cuando se legaliza el aborto, algo que “ha contribuido a debilitar en los pueblos la conciencia de la dignidad de toda persona” (p. 164).

Para algunos, una ley que permite el aborto no “educaría” ni “enseñaría” que el aborto sea algo bueno. Sin embargo, una vez que ha sido legalizado el aborto, muchos considerarán que no sería algo tan malo, con la excusa de que lo legal tendría siempre alguna relación con lo justo, lo cual, en un tema tan evidente como el del aborto, es algo completamente falso.

Los gobernantes y los legisladores necesitan, por lo tanto, tomar conciencia sobre la importancia de aquello que permiten o prohíben en sus Estados. Si se equivocan, al permiten que sea “legal” lo injusto, harán un enorme daño a la sociedad, al abrir espacio a culturas que “eduquen” desde planteamientos equivocados.

Al revés, cuando los gobernantes y los legisladores promueven leyes que defienden la vida y la dignidad de todo ser humano, se convierten en promotores de cultura y de educación que ayuda a las personas a reconocer principios justos y esenciales para alcanzar una sana convivencia entre todos los miembros de la sociedad.

 

Imagen de congerdesign en Pixabay


 

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