Por P. Fernando Pascual
Nos gustaría una oración llena de fe, esperanza, amor. Una oración que consolase nuestros corazones y nos diera fuerzas para afrontar la lucha diaria.
Pero muchas veces nuestra oración es distraída, inquieta, confusa. Apenas conseguimos serenar el corazón. La mente divaga entre mil preocupaciones.
Experimentamos así una oración pobre, que parece una lucha inútil por concentrarnos y ponernos en la presencia de Dios.
Cuando la oración sale mal, cuando no conseguimos la intimidad con un Dios que sabemos que nos ama, podemos ofrecerle, simplemente, nuestra pobreza interior.
Es cierto que tenemos que luchar en la oración, como explican el Catecismo de la Iglesia católica (nn. 2725-2741) y tantos autores espirituales.
También es cierto que la lucha más sincera no resulta suficiente para vencer y encauzar nuestro interior, que sufre ante lo que santa Teresa de Jesús llamaba como “la loca de la casa”.
Ante una oración pobre, en vez de sucumbir al desaliento, podemos dar un paso sencillo y confiado hacia ese Dios que conoce nuestra lucha y nuestros anhelos de intimidad con Él.
Le pediremos, como los discípulos, que nos enseñe a orar, que sea nuestro Maestro interior.
Le ofreceremos nuestra oración pobre, para que nos dé la ayuda que necesitamos para este día concreto y que no pudimos pedir convenientemente.
Le ofreceremos, sobre todo, nuestra confianza: sabemos que nos ama, quizá con más cariño, al vernos tan frágiles, tan pequeños, tan pobres, cuando intentamos una y otra vez avanzar por el camino de la oración del pobre…
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