Por Arturo Zárate Ruiz

Una historia simplista de México, muy común en nuestras escuelas públicas, narra que la Guerra de Reforma consistió en una lucha de los “liberales” por poner fin al dominio de la Iglesia en la política, es decir, poner fin a que curas gordos y flojos (ver ilustraciones de libros de texto y murales de los gobiernos “revolucionarios”) sometiesen a sus caprichos a la autoridad política, es más, al “pueblo bueno”.

Una historia, la universal, no tan simplista notaría que más comunes han sido los esfuerzos de las autoridades civiles por someter o eliminar a la Iglesia, como lo intentaron los emperadores y reyes romanos, bizantinos, germánicos, y muchos gobiernos “revolucionarios”. Por muchas décadas los monarcas franceses mantuvieron presos a los papas en Aviñón. Napoleón lo hizo con dos —a uno prácticamente lo mató—. Por el galicanismo en Francia y el regalismo en España, los monarcas o los líderes políticos exigían escoger los obispos, y hasta principios del siglo XX los cardenales no eran tanto representantes de la Iglesia como de gobiernos que intervenían en la elección de los papas para asegurarse de que el nuevo pontífice fuera afín a sus gustos (san Pío X puso fin a ese intervencionismo). Reyes y emperadores en Bizancio, Rusia, Alemania, Inglaterra, Suecia y muchas otras naciones promovieron cismas y herejías para sujetar a sus antojos a los obispos y fieles. De allí nacieron las denominaciones cristianas nacionales, que pulverizadas en miles en Estados Unidos acabaron siendo irrelevantes para el poder civil. Con esto en mente, los “reformadores” en México apapacharon a las sectas protestantes mientras perseguían a la Iglesia. Es más fácil de esperar que el poder civil trate de someter a la Iglesia, y no al revés, por el interés de gobernantes autoritarios (también de las corporaciones internacionales) de controlar lo que consideran mecanismos de indoctrinación, como ocurre hoy con frecuencia con sus esfuerzos por subyugar los medios de comunicación y concentrar la educación.

Sea lo que fuere, la Iglesia siempre ha reconocido la distinción entre el ámbito suyo de poder y el de los políticos: el suyo, acercar a Dios a los hombres, y el de los políticos, conducir los negocios humanos en este mundo transitorio. De allí que, por ejemplo, León XIII, en Diuturnum illud, advierta: «salvada la justicia, no está prohibida a los pueblos la adopción de aquel sistema de gobierno que sea más apto y conveniente a su manera de ser o a las instituciones y costumbres de sus mayores». Y de allí que los gobiernos no deban obligar a nadie, menos aún la Iglesia, a que éste diga, piense o crea según les convenga.

Aun así, la Iglesia también advierte que todo líder debe su obediencia a Dios, no a los caprichos suyos o a la de un grupo que lo apoye. Incluso a san Pedro lo regañó san Pablo por acomodarse a los cristianos judaizantes, en vez de plegarse al Espíritu Santo. Y, por conservar las simpatías clientelares, los políticos no deben, por ejemplo, tolerar los linchamientos como sustituto de un proceso judicial. Tanto los clérigos como los gobernantes civiles (y todos) deben respetar la ley de Dios.

Alguno dirá que esto es trampa de la Iglesia, pues, como experta en Dios, dizque impondría al político sus caprichos. Pero no se preocupe éste, pues a la Iglesia no le competen muchas cosas de este mundo, por ejemplo, no tiene por qué decidir sobre las leyes positivas que son cambiantes. Con todo, sí deben todos preocuparse por cumplir con los inmutables Diez Mandamientos que están inscritos no sólo en las tablas de Moisés, también en sus corazones. De hecho, la ley natural o divina la conocieron los paganos aun antes del cristianismo, como lo proclamó Cicerón en De Republica.

En cualquier caso, ningún tirano tiene que temer (ni el mismo Nerón lo hizo) que los curas anden atizando rebeliones. Salvo remotas excepciones, ignorarían a san Pablo: «Todos deben someterse a las autoridades constituidas, porque no hay autoridad que no provenga de Dios y las que existen han sido establecidas por él». Lo que debe el tirano temer finalmente es a Dios mismo, según le advirtió Jesucristo a Pilato cuando lo iba a condenar.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 4 de junio de 2023 No. 1456

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