El domingo 18 y el martes 20 de junio, primer aniversario del asesinato de los jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora, misioneros en la Sierra Tarahumara, los obispos de México, junto con otras organizaciones religiosas convocaron a orar y a actuar cristianamente por las víctimas de la violencia y los desaparecidos en nuestro país. Por tal motivo, El Observador ha entrevistado a monseñor Ramón Castro y Castro, obispo de Cuernavaca y secretario general de la Conferencia del Episcopado Mexicano.

Por Jaime Septién

-¿De qué tamaño es la violencia en México, vista desde los ojos de la Iglesia?

Los obispos de la Iglesia Católica vemos la realidad con ojos de pastores, pero nos apoyamos, para ver con mayor objetividad, en los análisis sociales que afortunadamente abundan en nuestro país. Digamos que nosotros “no tenemos otros datos”, tenemos los mismos que están en la opinión pública y publicada.

Sin embargo, no nos quedamos ahí, sino que, a los números, le damos una interpretación bíblica, teológica y ética propia de nuestro ministerio, para comprender con ojos de pastores la realidad, juzgarla a la luz del Evangelio y discernir líneas de acción que contribuyan a aminorar o a erradicar este mal.

Cuando echa un vistazo a la realidad mexicana, ¿qué ve usted?

La realidad nos dice que vivimos en un país que “salpica sangre”, como ya lo he afirmado en varios foros. En cuatro años y medio hemos rebasado la cifra de asesinatos dolosos (registrados, falta los que no están registrados) comparado con el sexenio pasado, que ya de por sí fue el más alto de todos los recientes gobiernos. Aproximadamente se comenten 87 homicidios al día en México. ¡Eso es una barbaridad!

La violencia, además, ya no respeta a nadie, ¿no le parece así, Don Ramón?

Antes se asesinaba varones, ahora ya también mujeres; antes se mataba a hombres maduros, ahora también a los ancianos, jovencitos, niños y hasta bebés; antes eran asesinados de la forma más directa posible, ahora lo hacen, muchas veces, con saña y crueldad; antes se cometían estos actos deleznables en las noches y en zonas bien identificadas, ahora son a la luz del día, en lugares públicos, concurridos y en casi todos los estados de la República (creo que se salvan dos, honrosamente); antes se respetaba la vida de los maestros, de las autoridades y de los sacerdotes, ahora ya no.

¿Estamos frente a una estrategia fallida por parte del Estado mexicano?

Lo más triste es que la máxima autoridad civil, que tiene el monopolio en el uso de la fuerza por mandato constitucional, en lugar de actuar con estrategia, valentía e inteligencia contra los grupos delictivos, ahora practica políticas de seguridad social que más bien son de inseguridad: “abrazos, no balazos”, significa que la ciudadanía pone los abrazos y los malhechores los balazos, bajo la mirada pasiva de la autoridad.

¿Qué significa tanta violencia en México?

Un claro signo de descomposición social muy amplia que pasa por el sistema educativo nacional, por las familias, por los modelos culturales que se promueven desde los medios de comunicación, por las instituciones civiles, por la pasividad de la mayoría de los ciudadanos y de las autoridades y, claro está, quizás como Iglesia no hemos hecho lo suficiente por una cultura de paz.

¿Qué debemos hacer todos para lograr la paz y la unión nacional? ¿Aún hay tiempo?

¡Aún hay tiempo! Sí, no todo está perdido, ni podemos ser pesimistas o derrotistas. Hay tiempo para corregir esto, y lo vemos como una oportunidad que Dios nos brinda para alcanzar mejores condiciones de vida digna para todos, mejor educación, mayor amistad cívica que fomenta la unidad nacional, fortaleciendo también a la familia (no debilitándola con modas ideológicas) y promoviendo, por todos los medios, el bien común que permite y favorece la puesta en acto de condiciones para una paz duradera.

¿Hemos olvidado algo?

Que la paz social y la seguridad ciudadana requieren de la participación de todos: personas en lo individual (personas físicas), también de asociaciones civiles, de la iniciativa privada y de asociaciones religiosas (personas morales), pero, sobre todo, de los tres niveles de gobierno (federal, estatal y municipal), contando con las instituciones del Estado mexicano para su realización y ejecución a gran escala.

¿La ley sí es la ley?

Dado que México es un Estado democrático de derecho, necesitamos que todos, sin excepción, rijan su actuación dentro del marco jurídico. La violación de las leyes es ya una violencia que invita a más violencia.

-¿Qué hacer con quien quiere destruir instituciones para “hacerlas mejores”?

México tiene instituciones que nos hemos dado a nosotros mismos (no nos la dieron los políticos y costaron sangre, sudor y lágrimas), capaces de soportar e instrumentar políticas públicas que favorezcan la paz. Pero no ayuda debilitarlas o desaparecerlas como se ha buscado, recientemente, por algunas autoridades y grupos políticos que se rigen por bienes e intereses de grupo.

-Don Ramón, sé que es muy difícil trazar el camino para que puedan cambiar las cosas en México, pero estamos en un momento histórico en el que necesitamos, como ciudadanos, como católicos, como Iglesia saber qué hacer ante una realidad de tanta violencia que nos rebasa…

Debemos promover los valores de la dignidad humana, inviolable y maravillosa, desde las familias y en la educación básica y media. También los valores de la vida en sociedad, de la verdad, la justicia, la libertad (no libertinaje que se da cuando se separa libertad de responsabilidad) y, también, de la solidaridad y del amor, que es una cuestión que todos, aún los no creyentes, afirman y valoran.

Debemos formar a las nuevas generaciones para que sean capaces de llamar las cosas por su nombre y reconocer su contenido. Los conceptos clave, al respecto, son: vida, bien común, asesinato, aborto, crimen, injusticia y paz (que no es ausencia de violencia o de guerra). Y es que no podemos dar por sentado que las personas saben la connotación moral implicada en estos conceptos. El “bien es bien, el mal es mal” y no hay medias tintas al respecto. Además, tenemos que despertar las conciencias adormiladas incapaces de reconocer la propia voz interior que les dice: “haz el bien, evita el mal”.

La Iglesia promueve, por sus medios, una cultura de la paz y lo hace a través de oración, cursos, talleres, foros, conversatorios, publicaciones, el ministerio de la palabra en las homilías dominicales, documentos, videos, análisis, exhortaciones, diálogos y, por supuesto, dando un testimonio apegado a la bienaventuranza: “Felices los que trabajan por la paz, porque serán reconocidos como hijos de Dios” (Mt 5, 9).

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 18 de junio de 2023 No. 1458

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