El pasado mes de junio vivimos dos tragedias en el mar. Una, que acaparó los medios de comunicación de cada rincón del planeta y la otra, gravísima, que pasó como noticia de quinta página.

Como fácilmente puede adivinar el lector, la primera tragedia fue la del sumergible llamado Titán, con cinco pasajeros a bordo (a 250,000 dólares el costo del pasaje), que iban a contemplar los restos del Titanic, hundido a cuatro kilómetros de profundidad en el Atlántico desde el 15 de abril de 1912.

La segunda tragedia fue el naufragio en el mar Jónico de una precaria embarcación que transportaba cerca de 700 migrantes frente a las costas de la ciudad de Pylos, en la región del Peloponeso, al sur de Grecia. Hasta el momento hay 82 personas fallecidas, entre hombre, mujeres y niños, y 104 personas rescatadas.

Cada persona es importante, desde luego. Cada uno es hijo de Dios, sin duda. Pero los medios nos enseñan que hay personas “más importantes”. Y que esa importancia va unida al dinero y al prestigio de los fallecidos. Los del sumergible tenían historias de éxito que han salido tras la explosión del Titán; los de la barcaza ni nombre, ni rastro que investigar.

Los migrantes son muertos de segunda o tercera categoría. Mueren por cientos, quizá por miles anualmente. El Papa Francisco denuncia este genocidio a cada momento. Organizaciones religiosas y civiles se ocupan de darles abrigo. Pero la insensibilidad de los gobiernos (México no es, de ninguna manera excepción) antepone la conveniencia política al respeto a la dignidad del otro.

Hacer visible la tragedia migratoria es un acto de misericordia. El Observador de esta semana aporta un pequeño grano de arena elevando la voz por los que no tienen voz. ¡Hay que escucharla!

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 9 de julio de 2023 No. 1461

Por favor, síguenos y comparte: