Por Tomás De Híjar Ornelas, Pbro.
“El buen maestro es aquel que sabe soportar pacientemente la ignorancia de sus alumnos y al mismo tiempo disiparla con eficacia”. Juan Amós Comenio
En el año que cumplo 50 de lector recuerdo con devoción y respeto la coyuntura que puso en mis manos, en 1973, dos volúmenes editados no mucho antes bajo el título Lecturas clásicas para niños, facsímiles de los que hizo circular por todos lados, en 1924, el primer Secretario de Educación Pública de México, José Vasconcelos. Se trata de una antología de textos que en orden alfabético lo mismo van de Hans Christian Andersen, Arturo Capdevila, Miguel de Cervantes, Anatole France, Genaro García, Luis González Obregón, Goethe, Manuel Gutiérrez Nájera y Homero al infante don Juan Manuel, José Martí, Antonio Mediz, Salvador Novo, Carlos Pellicer, Carlos Pereyra, Alfonso Reyes, Vicente Riva Palacio, Shakespeare, Tagore y Óscar Wilde, ilustrados por Roberto Montenegro y Gabriel Fernández Ledesma.
Ello fue posible, empero, merced al raro privilegio de haber sido hijo, nieto y bisnieto de mujeres lectoras, lo cual tuvo para mí la doble ventaja del estímulo y la de la comprensión, de modo que apenas pude reuní y ordené los libros dispersos en la casa de mi abuela, que lo mismo eran impresos de sus abuelas –devocionales todos, algunos del siglo XVIII, con forros de cuero o bordados con hilos de seda–, que migajas de una biblioteca que debió ser muy importante, la de sus tíos Casas Bañuelos, coetáneos y coterráneos de Ramón López Velarde, tanto en Jerez como en la ciudad de México.
El primer libro que pedí fue el de Las Mil y una Noches, y me lo compraron en una versión facsímil de la de Saturnino Calleja, con ilustraciones de Ángel, Díaz Huertas y Méndez Bringa, que me acompañarán mientras tenga memoria, no menos que la intrincada, laberíntica y hasta especiosa pluma del saltillense Artemio de Valle-Arizpe, autor que en mis años mozos exhumó a granel la editorial Diana.
Niño aun y de la mano de mi tía y benefactora insigne incluso en mis devaneos librescos, Raquel Ornelas, descubrí en la “ojerosa y pintada” capital de la república la legendaria librería Porrúa en la confluencia de las calles de Justo Sierra y República de Argentina y las librerías de viejo de la calle de los Donceles; por mi padre supe de los libros de ocasión en los baratillos dominicales, feliz puerto, en cuanto me fue posible disponer de algunos pesos, de los primeros y asiduos gastos de un lector precoz y afortunado, pues siendo el primogénito de una prole de seis, dispuse en la casa de su abuela materna, de un estudio y de un modelo, pues la madrugadora, diligente, apostólica y caritativa mujer, dedicaba las más de sus tardes a la lectura prolija, sistemática y asidua de los textos de su gusto e interés, sin mengua de espacios diurnos dedicados a la divulgación de la lectura a través del comic Vidas ejemplares, que la Obra Nacional de Buena Prensa, con un capitán de la talla de don Wifrido Guinea, S.J., publicó a granel, para que mujeres como mi abuela las llevaran de casa en casa como encomienda, en su caso, de su grupo de Acción Católica (el de la UFCM).
Impelido a dar fe de mis barruntos como ávido lector y finalmente hasta bibliófilo y bibliotecario, me confieso modesto heredero de la Ilustración pero mucho más de la Palabra, que en Jesucristo se hizo carne para habitar entre nosotros mucho más que en caracteres estampados, en su tiempo en bobinas de papiro, hasta conseguir esa hazaña que Irene Vallejo atrapó de forma poética e insuperable en las cinco palabras que caben en la frase El infinito en un junco.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 25 de junio de 2023 No. 1459