Por P. Fernando Pascual

A veces estamos completamente convencidos de que pedimos a Dios algo bueno. Por lo tanto, suponemos, de modo más o menos explícito, que Dios nos dará lo que le pedimos.

Ese modo de pensar, sin embargo, no respeta lo propio de la oración cristiana. En primer lugar, porque lo que Dios decida se coloca siempre en un ámbito de libertad y en un horizonte de providencia que para nosotros es “incontrolable”.

En segundo lugar, porque incluso lo que nos parece bueno, para Dios no sería ni lo mejor ni lo adecuado en ese momento, por motivos que ahora nos resulta difícil comprender.

A pesar de que nunca deberíamos rezar para “controlar” a Dios y someterlo a nuestras peticiones, existe el peligro de rezar equivocadamente, de buscar que Dios “sea bueno” y así secunde nuestros deseos.

Luego, cuando notamos que Dios no accede a nuestras peticiones, podemos reaccionar de modos equivocados: con tristeza, con desaliento, incluso con un cierto malestar que nos lleva a quejarnos contra Dios.

El creyente que reza y pide desde la fe verdadera, tiene siempre en su corazón la certeza de que lo que Dios haga puede sorprendernos, pero al final será lo mejor para nosotros y para otros.

Por eso necesitamos aprender a rezar con una actitud filial, pues hablamos con un Padre; y con una actitud de humildad, pues no sabemos realmente si lo que pedimos sería lo mejor para nosotros o para otros.

Luego, pase lo que pase, si tenemos una fe auténtica, aceptaremos la voluntad de Dios con sencillez, con alegría, con esperanza.

Aunque parezca que no nos ha escuchado, aunque nuestros ruegos no hayan sido secundados, tendremos la seguridad interior de que todo lo que ocurre está en el corazón de Dios, que nos conduce y guía por caminos misteriosos hacia el encuentro definitivo con su Amor.

 

Imagen de Martine en Pixabay


 

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