Por P. Fernando Pascual
Nos equivocamos de muchas maneras, en asuntos personales o en temas que afectan a la familia, a los amigos, a los compañeros de trabajo.
Nos equivocamos al escoger la talla de unos pantalones, al tirar al suelo un vaso que no habíamos visto, al enviar un mensaje sin su famoso “anexo”.
Hay equivocaciones pequeñas, casi irrelevantes. Otras causan tensiones, por ejemplo cuando en un coche decimos a quien conduce que vaya a la derecha cuando tenía que ir a la izquierda.
Tras la equivocación, sentimos pena cuando se producen consecuencias negativas, o simplemente por no haber estado atentos para tomar la decisión justa.
En ocasiones, llegan reproches. Quien vio cómo retrasamos un mensaje importante para su futuro profesional siente rabia si, por nuestra culpa, perdió esa oportunidad.
Otras veces somos nosotros quienes reprochamos al que se equivocó, en parte por algún daño recibido, en parte porque estamos ya enfadados con esa persona a la que etiquetamos como imprudente, distraída o poco responsable.
Cuando sentimos pena por el error que cometimos, y cuando vemos reacciones de rabia en otros, pasamos por un mal momento, que esperamos termine cuanto antes.
Siempre podemos aprender a partir de los errores que cometemos. Como también podemos reaccionar con más paciencia ante las equivocaciones de otros, para no aumentar su confusión y pena por lo ocurrido.
Lo importante es no atorarnos. La vida sigue adelante, aunque a veces el daño pueda ser más grave y nos obligue a reparar sus consecuencias y a reajustar los proyectos personales.
Ante las equivocaciones, sobre todo, podemos orientar nuestra mente y nuestro corazón para dejar lo ocurrido en manos de Dios. Porque solo Dios sabe, misteriosamente, llevar adelante la historia humana, también desde equivocaciones que ahora vemos como negativas pero que pueden convertirse en el inicio de nuevos caminos hacia la patria eterna.
Imagen de Steve Buissinne en Pixabay