Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

En su época de esplendor, la ciudad de Atenas, que contaba con unos cien mil habitantes, resplandecía en monumentos, casas, calles que el pueblo cuidaba como propiedad privada. El ateniense amaba la ciudad como su casa, por eso era tan bella. Dostoievski decía que “al mundo lo salvará la belleza”, solo que no nos dijo quién salvará la belleza. ¿El hombre? Ha entronizado la fealdad y el utilitarismo en la ciudad.

Las metrópolis capitalistas han perdido su carácter de hogar para convertirse en centros de venta y circulación, en almacenes y garajes, en mercados y vendimias sin fin. Aun los jardines y plazas son las superficies para el estacionamiento, porque su Majestad el Automóvil es primero que la ciudad y que el ciudadano.

La mentalidad capitalista que se presenta como un sistema capaz de embellecer la vida, deforma y aun destruye la morada del hombre, el espacio ecológico y el medio ambiente. Interesa el lucro, el negocio, el aprovechamiento del terreno, la plusvalía, el ahorro de áreas verdes para construir más casas y negocios, para vender más, ganar más, no importa que las máquinas socavadoras destruyan la naturaleza, arrasen árboles y conviertan enormes espacios de la ciudad que crece en unas periferias tristes, termiteras al servicio de la expansión irracional.

La mercantilización del espacio vital, lejos de destruir únicamente la belleza y la función de la ciudad, afecta al equilibrio físico y espiritual del hombre, erosiona su sistema nervioso y su sensibilidad; porque la ciudad forma parte intrínseca de su intimidad, constituye el nexo entre mundo objetivo y mundo subjetivo, entre cosmos e individuo, entre exterioridad e interioridad.

El hacinamiento de las viviendas, el esmog, el ruido, el tiempo perdido en trasladarse de una parte a otra, la inseguridad y el recelo son otros tantos motivos que atentan contra la salud del organismo y del espíritu.

La ciudad, por lo menos sus colonias y barrios nuevos creados con criterio capitalista, destruye también la comunicación interhumana convirtiendo al individuo en una caricatura aislada y atomizada que solo sale para asistir a algún espectáculo de masas o fundirse con la multitud como peatón, usuario del transporte o automovilista sin rostro ni nombre, perfectamente anónimo.

Artículo publicado en El Sol de México, 30 de mayo de 1996; El Sol de San Luis, 1 de junio de 1996

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 6 de julio de 2023 No. 1465

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