Por P. Fernando Pascual

El padre abad acababa de tener una nueva discusión con un familiar. El tema era sobre el respeto a los animales y el aborto.

El abad estaba convencido de que es mucho más importante analizar lo que ocurre en cada aborto y buscar maneras para que ninguna madre elimine voluntariamente a su hijo.

El familiar, por su parte, deseaba un mayor compromiso de la Iglesia para promover la protección de los animales, y se enfadaba cuando el abad hablaba una y otra vez sobre el tema del aborto.

Parecía un diálogo de sordos. El abad pensaba que aquel familiar estaba condicionado por ideologías que promueven los derechos de los animales y dan muy poca importancia a la justicia para todos los seres humanos.

El familiar creía que el abad estaba encerrado en un mundo superado, que vivía desde prejuicios “medievales”, que era incapaz de reconocer que la lucha contra el aborto era causa perdida, y que estaba cegado respecto de la dignidad de los animales.

De este modo, cuando entraban en el tema, la discusión se hacía animada. Gracias a Dios, había respeto por ambas partes, lo cual se agradece mucho en un mundo donde los debates terminan en insultos.

Pero no encontraban maneras para avanzar hacia la verdad. Una verdad que, para el abad, se construye sobre un principio irrenunciable:

cada ser humano posee un alma espiritual que viene directamente de Dios.

Solo desde ese principio era posible promover una cultura de la vida, orientada con urgencia a permitir el nacimiento de todos los hijos, a ayudar a los niños pequeños que viven en ambientes pobres, a ofrecer apoyo a las madres en dificultad.

Luego, así lo veía el abad, resulta posible dedicar atenciones a animales que hacen bella la vida humana, y que tienen valor precisamente como un regalo de Dios para que nos acompañen y ayuden en este misterioso y bello camino en el tiempo hacia la eternidad…

 

Imagen de magdiel-lacoquis en Pixabay


 

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