Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
Vivimos sumergidos en la cultura de la intrascendencia; parece que se vive para lo inmediato en una concatenación interminable de quien corre dentro de una jaula circular. Se vive, además del trabajo, en la liberación de la diversión y del entretenimiento. Parece que se olvidan las grandes cuestiones de la existencia y de su peso en el corazón. Parece que se está cada vez más inmerso en el ‘mundo feliz’, novela de Aldous Huxley (1894-1963), en cierta manera visualizado por este escritor británico. Se describe un mundo utópico, de ambigüedades, donde se es ‘feliz’, sin guerras con personas desinhibidas, con una tecnología avanzada y sus habitantes a los cuales se les controlan las emociones con la droga, ‘el soma’, cuyo efecto principal es la sensación del bienestar, dentro de una sociedad robotizada, sin alma.
Necesitamos más que nunca adentrarnos en el ámbito de la Transfiguración del Señor (cf Mt 17, 1-9). La ‘montaña’, lugar de encuentro con Dios, el silencio interior con Pedro, Santiago, Juan y los grandes orantes, para ‘ver la gloria del Señor’, cuya humanidad permite vislumbrar su divinidad, humanidad trasfigurada. Él es nuestro criterio y referente; lo escuchamos y lo conocemos en la Iglesia, en comunión de Iglesia. Ahí escuchamos esa voz del Padre que cimbra el alma: ‘Este es mi Hijo muy amado en quien tengo puestas todas mis complacencias, escúchenlo’.
No se puede pasar de prisa y corriendo ante lo esencial y trascendente. No se trata de atender a un argumento teórico, ni a un personaje distante; es relación interpersonal. Es Jesús vivo quien nos introduce en su misterio de solaz y de paz; pero la experiencia de Tabor, la experiencia de la oración es el principio del caminar en la caridad. No puede existir el aislamiento individualista que rompa la comunión con los hermanos.
La felicidad no consiste en el bienestar; nuestro corazón tiene sed de infinito. Solo Dios en Cristo Jesús, lo pueden colmar. A este respecto, vale la pena recordar la enseñanza del Santo Cura de Ars, Juan María Vianney, quien, en su Catecismo de la Oración, nos enseña que para ser felices en este mundo es necesario ‘orar y amar’, esa es la obligación y el deber. Oración que es la unión con Dios, felicidad que supera toda comprensión. Es degustación anticipada del Cielo, según la enseñanza de este gran santo.
La oración nos permite ennoblecer nuestra actividad.
La experiencia del Tabor, es el inicio del camino, que pasa por lo oculto, que pasa por la cruz, a la gloria de la resurrección.
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