Por Arturo Zárate Ruiz
En esta vida buscamos muchos bienes. Según el psicólogo Maslow, son satisfactores o necesidades humanas. Unos son muy básicos, los fisiológicos: comida, bebida, el debido descanso para sobrevivir. Otros más arriba en la escala, nos ofrecen una mínima tranquilidad como el gozar de un empleo y de un salario que cubra al menos lo fisiológico. Siguen los relativos a la pertenencia, por ejemplo, que se nos acepte como jugadores en el equipo de futbol, y, aun otros mejores, los relativos al reconocimiento, que no nos quedemos en la banca sino además juguemos y nos aplaudan como destacados deportistas. Más allá del reconocimiento por otros vienen las satisfacciones que (nos vean o no) siguen a la “autorrealización”, a ser hombres de éxito en lo que nos proponemos, como subir a una montaña alta, conseguir un título profesional, viajar alrededor del mundo, escribir un libro, etc.
En principio, no hay por qué oponerse a estas aspiraciones, incluso la “autorrealización”. No hay político moderno que no promueva el estado de bienestar, uno que intenta cubrir las necesidades fisiológicas, de seguridad y de pertenencia de la población. Hay quienes exageran y ofrecen atole con el dedo como el “derecho a encuentros íntimos sabrosos”, pero ya. Ciertamente, hay otros líderes que se quejan de los “aspiracionistas”, pero creo que lo hacen no porque nieguen la bondad de nuestras metas, más bien porque son estatistas y no quieren que las consigamos por nuestro propio esfuerzo, sino, dependientes, sumisos, lo hagamos por “dádivas de papá gobierno”.
En cualquier caso, cuidemos lo siguiente:
¿Nuestras metas y los medios para alcanzarlas son convenientes y justos? No así cuando se nos antoja mandar a nuestra suegra de vacaciones perpetuas al Polo Norte dizque para saludar a Santa Claus. Ya sin bromas, no faltan quienes, creyéndose héroes, roban a los ricos para, como Chucho el Roto, dizque resolver las miserias de los pobres. Hay quienes, dizque para impulsar la economía del país, roban a los pobres. Los hay quienes, deseando convertirse en mariposas, exigen que la sociedad les financie y les aplauda dicha transformación imposible. Y se dan quienes para afirmar su frágil hombría golpean al afeminado.
Con eso de que buscamos satisfacer las necesidades personales, no caigamos en la egolatría. Un conocido mío se repite diariamente este disparate: «Me prometo serme fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y la enfermedad, y amarme y respetarme todos los días de mi vida», como si se hubiera casado consigo mismo. El amor que no se abre y sirve al otro no es amor sino autocomplacencia. Además, ni tú ni yo somos el centro del universo. Lo es Dios. Pensarlo y vivirlo de otra manera es idolatría. Nos corresponde decir como san Pablo: «ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí».
Finalmente, la lista de Maslow, por muy buena y legítima que sea, no deja de referirse a bienes caducos y, por tanto, frustrantes porque se acaban. Por ello, los budistas proponen suprimir los deseos: al final, si uno sigue con ellos, causan sufrimiento. Así, proponen mejor desaparecer, diluirse en la nada.
Pero ni soy un budista ni me opongo, como algún político, a los “aspiracionistas” que desean y se esfuerzan por ofrecer mejores condiciones de vida a su familia. De hecho, Dios más bien quiere que demos de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo; y sería grosero no admirar, alabar, es más, disfrutar nosotros mismos sus obras maravillosas, las cuales nos las ofrece con derroche de generosidad. Aspirar nosotros a todo esto, y compartirlo con nuestros hermanos alegra, sin duda, a nuestro Padre.
Lo que de ningún modo olvidemos es aspirar a lo mejor, a lo eterno, a lo que nunca se acaba: el gozar de la presencia de Dios al final de nuestros días y aun hoy en la Eucaristía. De hecho, dice Jesús: «buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura». Y si lo demás no se nos diera, santa Teresa la Grande precisa: «Solo Dios basta».