Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

¡Qué difícil es perdonar ante los grandes agravios! Las deslealtades y las traiciones, son dolorosas entre familiares y amigos. Las ofensas o los daños en el propio haber o en patrimonio exigen una reparación en justicia.

Los daños en México han rebasado los límites de lo humanamente tolerable. Ahí están los crímenes inauditos del crimen organizado sobre todo tipo de personas, incluidos los niños, jóvenes y mujeres. Nuestra nación está ensangrentada. Los familiares inmediatos de las víctimas, tienen un sufrimiento indecible. A esto se añade la impunidad y la sordera de las gobernantes para buscar estrategias efectivas de su disminución o cancelación definitiva.

¡Cuánto dolor y cuántas lágrimas! Familias enteras destrozadas e innumerables, que van en crecimiento, cada día, cada hora, cada segundo.

El mal sienta sus reales entre nosotros.

Es posible reaccionar con violencia; pero la violencia genera violencia y nos hace entrar a su espiral interminable. Por supuesto, quien tiene autoridad y competencia para ello, debe ejercer sus capacidades conforme a derecho para mitigar los daños y, en un estado de derecho, verdaderamente ejercerlo para que ceda la impunidad y se restablezca la seguridad y el orden. Parece que solo importan los crímenes o supuestos delitos de ciertos políticos de signo contrario o de opositores. Esos se cazan con bombo y platillo publicitario y con la saña disfrazada de procedimiento jurídico.

Pero los daños directamente infringidos al corazón requieren de sanación. Es posible rumiar la cizaña en el propio interior, para un daño mayor, sea la venganza o la amargura que como una termita carcome las entrañas.

Jesús, el Mesías de Dios, es el sanador por excelencia. Él es la imagen real y viviente del Padre, ‘rico en misericordia’ (Ef 2, 4). Toda la vida de Cristo Jesús es un despliegue constante de misericordia con todas las formas de miseria física o moral. Se enfrenta con la mentalidad rígida, estrecha y hostil de un ambiente juridicista y dominado por la ley del talión ‘ojo por ojo, diente por diente’.

Cristo Jesús, es el médico de los cuerpos y de las almas heridas. Vino a sanar a todos (Heb 10, 38).

Jesús nos da su ley del perdón sin cortapisas ¿Cuánto tengo que perdonar? Hasta setenta veces siete, es decir siempre (Mt 18, 21-35). Esta es la exigencia del Señor y no admite disminución. Su ejemplo de manso y humilde de corazón (Mt 11,29) va más allá de sus palabras en la inmolación de la Cruz: ‘Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen’(Lc 23, 34). Perdona literalmente a sus verdugos.

Por eso ante todos y sobre todo, más allá de los sentimientos heridos, por la gracia de Dios, que he de pedir con insistencia para ser capaz de perdonar, de comprender, de disculpar.

Si en los matrimonios no hay perdón, se destruye la familia. Un mundo sin compasión y perdón es un mundo inhumano y convertido en un verdadero infierno.

Para nosotros el perdón nos suena a inusual y heroico. Para Jesús es cumplir su misión. El perdón desde el Padre que pasa por su Corazón traspasado, fuente de misericordia perenne.

Jean-Baptiste Henri Lacordaire (1801-1861) O.P. restaurador de la Orden Dominicana en Francia, predicador insigne y periodista, decía: ‘¿Quieres ser feliz un momento? Véngate. ¿Quieres ser feliz siempre? Perdona.

El perdón libera del mal y hace crecer en nobleza. Si perdonamos, seremos perdonados por Dios nuestro Padre.

Con el perdón se le pone un límite a la espiral del mal. Hemos de superar el mal con el bien, no solo a nivel personal, sino a nivel familiar, comunitario y social.

Así podemos dar paso al amor, ante el cual muchos andamos ayunos.

El amor de Jesús instalado en nuestro corazón por el Espíritu que se nos ha dado puede cambiar nuestro ambiente. Así lograremos la fraternidad y que reine el amor instaurado por el Rey del Amor, cuyo Reino es el perdón. Perdonar es reinar.

Si hay perdón, la herida es sanada. Si hay perdón, Dios perdona nuestras ofensas.

 

Imagen de Compañía María de Nazareth en Cathopic


 

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