Por P. Fernando Pascual
La idea aparece con cierta frecuencia al hablar sobre el aborto: el Estado busca el bien común, pero no puede imponer visiones éticas concretas ni condenar a personas que actúan según sus convicciones personales.
El argumento, visto de otra manera, sostiene que cada uno puede tener convicciones y principios éticos más o menos concretos, pero que no puede imponerlos a los demás, lo cual se aplicaría, según dicen, al tema del aborto.
Así, según este argumento, el aborto quedaría presentado como un asunto privado, sobre el que decide cada mujer de acuerdo con sus convicciones y sin que nadie pueda imponerle principios como los que defienden los grupos provida.
El argumento, sin embargo, tiene un error de fondo: presentar el aborto como una elección de una persona sobre su modo de vivir según sus convicciones, cuando en realidad en cada aborto está en juego otra vida, la de un hijo.
Sorprende, sin embargo, cómo se busca “invisibilizar” al hijo para defender la despenalización o la legalización del aborto como si se tratase de una opción de la madre que no afectaría a nadie más que a ella.
El aborto, hay que reconocerlo, consiste en eliminar, matar, una vida humana ya iniciada. Más en concreto, si el aborto es elegido por la madre, consiste en eliminar, matar, al propio hijo.
El tema del aborto, por lo mismo, no es un asunto que atañe únicamente a la mujer, a la madre, sino que afecta al hijo, cuya vida está en un momento único y lleno de posibilidades.
La defensa de la dignidad y de los derechos de todo ser humano implica tutelar y promover la vida también de los hijos antes y después del parto.
Es erróneo, por lo tanto, presentar el tema del aborto como un asunto privado, como si se tratase de algo que dependiese de las convicciones personales de cada uno.
En realidad, es un asunto claramente público, pues la auténtica búsqueda del bien común se construye desde el respeto al derecho básico de la vida de todo ser humano, también de los hijos antes de nacer.
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