Por Jaime Septién
Cada Papa le impone, desde Pablo VI, un sello especial a los sínodos que han convocado. El de Francisco –que inicia en unos días más—es quizá el más atrevido de todos. No me refiero a un atrevimiento absurdo o desbocado, sino a su posible desenlace: va a descolocar a muchos.
Es bien sabido que al interior de la Iglesia católica existen corrientes opuestas a lo que se ha llamado la “apertura” del Papa Francisco. La reciente visita a Mongolia y el viaje a Marsella, previos al Sínodo de la Sinodalidad, fueron mensajes demasiado duros para ser digeridos por quienes optan por una postura tradicionalista: el Papa que guarda las formas y los tiempos.
Pero para quienes “vivimos en el mundo” como se suele decir, ambos viajes (inéditos al menos en los últimos cinco siglos) representan la verdadera “Iglesia en salida”. Una Iglesia que nos obliga a ir donde no queremos ir, como le dijo Nuestro Señor a San Pedro. En efecto, ¿a quién se le antojaría –con casi 89 años, con dolores por todos lados—viajar nueve horas para reunirse con 1,200 católicos en el confín del mundo?
Juan Pablo II dijo que, si Jesús no se bajó de la Cruz pudiendo hacerlo, él tampoco lo haría, asumiendo su condición doliente. Francisco lo imita. Y de manera radical.
El Sínodo de la Sinodalidad nos avisa que “caminar juntos” es algo más que una bonita metáfora. Significa dejarnos tocar por el Espíritu Santo y movernos hacia donde están los pecadores, los alejados, los que apenas si nos gustaría tocar. ¿No es eso lo que hizo el Maestro?
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 1 de octubre de 2023 No. 1473