El Observador / Redacción

El viaje apostólico del Papa Francisco a Marsella (Francia) para la conclusión de los “Encuentros del Mediterráneo”, trajo consigo uno de los discursos más vibrantes y apasionados de los que ha dado el pontífice argentino en defensa de los migrantes de todo el mundo. Tomando como plataforma la sesión final de este encuentro, celebrada en el Palacio del Faro el 23 de septiembre pasado, ha pedido a los gobernantes, a los obispos, a todos los cristianos que “necesitamos la fraternidad como el pan” y que la acogida de los más débiles es un deber de la caridad. Hemos resumido, en diez puntos, este importante discurso del Papa, que toca el centro de la crisis migratoria que estamos viviendo en el mundo y, particularmente, en México.

  • 1. El Mediterráneo es un espejo del mundo, con el Sur volviéndose hacia el Norte; con tantos países en vías de desarrollo, afligidos por la inestabilidad, los regímenes, las guerras y la desertificación, que miran a aquellos acaudalados, en un mundo globalizado, en el que todos estamos conectados, pero en el que las diferencias nunca habían sido tan profundas. Sin embargo, esta situación no es una novedad de estos últimos años, ni es este Papa venido del otro lado del mundo el primero en advertirla con urgencia y preocupación. La Iglesia lleva más de cincuenta años hablando de ella en tono apremiante.
  • 2. Poco tiempo después de la conclusión del Concilio Vaticano II, san Pablo VI, en su Encíclica Populorum progressio, escribió: «Los pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento dramático, a los pueblos opulentos. La Iglesia sufre ante esta crisis de angustia, y llama a todos, para que respondan con amor al llamamiento de sus hermanos» (n. 3). El Papa Montini enumeró “tres deberes” de las naciones más desarrolladas, «[que]tienen sus raíces en la fraternidad humana y sobrenatural»: «deber de solidaridad, en la ayuda que las naciones ricas deben aportar a los países en vías de desarrollo; deber de justicia social, enderezando las relaciones comerciales defectuosas entre los pueblos fuertes y débiles; deber de caridad universal, por la promoción de un mundo más humano para todos, en donde todos tengan que dar y recibir, sin que el progreso de los unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros» (n. 44).
  • 3. A la luz del Evangelio y de estas consideraciones, Pablo VI, en 1967, insistió en el «deber de hospitalidad», sobre el cual, escribió, «no insistiremos nunca demasiado» (n. 67). Quince años antes, Pío XII había animado a ello, escribiendo que “la Familia de Nazaret desterrada, Jesús, María y José emigrantes a Egipto […] son el modelo, el ejemplo y el consuelo de los emigrantes y peregrinos de todos los tiempos y lugares, y de todos los prófugos de cualquier condición que, por miedo a las persecuciones o acuciados por la necesidad, se ven obligados a abandonar la patria, los parientes queridos […] para dirigirse a tierra extranjera” (Const. Ap. Exsul Familia, de spirituali emigrantium cura, 1º agosto 1952)
  • 4. Por supuesto, las dificultades para acoger. A los inmigrantes se les acoge, se les protege o se les acompaña, se les promueve y se les integra. Si no se logra llegar hasta el final, el inmigrante termina en la órbita de la sociedad. Acogido, acompañado, promovido e integrado: éste sería el estilo. No es fácil, en efecto, adquirir este estilo o integrar a las personas no deseadas están a la vista de todos, pero el criterio principal no puede ser la conservación del propio bienestar, sino la salvaguardia de la dignidad humana. Quienes se refugian con nosotros no deben ser vistos como una carga que hay que llevar; si los vemos como hermanos, se nos manifestarán sobre todo como dones. (…) Dejémonos conmover por la historia de tantos hermanos y hermanas nuestros en dificultad, que tienen derecho tanto a emigrar como a no emigrar, y no nos encerremos en la indiferencia. La Historia nos llama a una sacudida de conciencia para evitar el naufragio de la civilización. Ciertamente, el futuro no estará en la cerrazón, que es una vuelta al pasado, un retroceso en el camino de la historia.
  • 5. Contra la terrible lacra de la explotación de los seres humanos, la solución no es rechazar, sino garantizar, en la medida de las posibilidades de cada uno, un amplio número de entradas legales y regulares, sostenibles gracias a una acogida justa por parte del continente europeo, en el marco de la cooperación con los países de origen. Decir “basta”, por el contrario, es cerrar los ojos; intentar “salvarse a sí mismos” ahora, se convertirá en una tragedia mañana, cuando las generaciones futuras nos agradecerán si habremos sido capaces de crear las condiciones para una imprescindible integración, mientras que nos culparán si sólo habremos fomentado una asimilación infecunda. La integración, también de los inmigrantes, es laboriosa, pero de amplias miras: prepara el futuro, que, nos guste o no, será juntos o no lo será. La asimilación que no tiene en cuenta las diferencias y permanece rígida en sus propios paradigmas, deja, en cambio, que la idea prevalezca sobre la realidad y compromete el futuro, aumentando las distancias y provocando la formación de guetos, que provoca hostilidad e intolerancia.
  • 6. Necesitamos la fraternidad como el pan. La propia palabra “hermano”, en su derivación indoeuropea, revela una raíz relacionada con la nutrición y la subsistencia. Nos sostendremos a nosotros mismos sólo alimentando de esperanza a los más débiles, acogiéndolos como hermanos. «No se olviden de practicar la hospitalidad» (Hb 13,2), nos dice la Escritura. Y en el Antiguo testamento se repite: la viuda, el huérfano y el extranjero. Estos son los tres deberes de la caridad: asistir a la viuda, asistir al huérfano y asistir al extranjero, al emigrante.
  • 7. En este sentido, el puerto de Marsella es también una “puerta de la fe”. Según la tradición, los santos Marta, María y Lázaro desembarcaron aquí y sembraron el Evangelio en estas tierras. La fe viene del mar, como evoca la sugestiva tradición marsellesa de la Candelaria con su procesión marítima. Lázaro, en el Evangelio, es el amigo de Jesús, pero también es el nombre del protagonista de una parábola suya muy actual, que nos abre los ojos ante la desigualdad que corroe la fraternidad y nos habla de la predilección del Señor por los pobres. Pues bien, nosotros, cristianos, que creemos en el Dios hecho hombre, en el Hombre único e inimitable que a orillas del Mediterráneo se presentó como camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6), no podemos aceptar que se cierren los caminos del encuentro.
  • 8. ¡Por favor, no cerremos los caminos del encuentro! ¡No podemos aceptar que la verdad del dios dinero prevalezca sobre la dignidad humana y que la vida se convierta en muerte! La Iglesia, confesando que Dios en Jesucristo «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22), cree, con san Juan Pablo II, que su camino es el hombre (cf. Carta enc. Redemptor hominis, 14). Adora a Dios y sirve a los más frágiles, que son su tesoro. Adorar a Dios y servir al prójimo, eso es lo que cuenta: ¡no la relevancia social o la importancia numérica, sino la fidelidad al Señor y al hombre!
  • 9. Por eso es bueno que, en lo que se refiere a la caridad, los cristianos no estemos por debajo de ninguno; y que el Evangelio de la caridad sea la magna carta de la pastoral.

No estamos llamados a añorar los tiempos pasados ni a redefinir una relevancia eclesial, estamos llamados a dar testimonio: no a bordar el Evangelio con palabras, sino a darle carne; no a cuantificar la visibilidad, sino a gastarnos en gratuidad, creyendo que «la medida de Jesús es el amor sin medida» (Homilía, 23 de febrero de 2020). San Pablo, el Apóstol de los gentiles, que pasó buena parte de su vida en las rutas del Mediterráneo, de un puerto a otro, enseñó que, para cumplir la ley de Cristo, debemos llevar las cargas los unos de los otros (cf. Ga 6,2).

  • 10. Queridos hermanos obispos, no agobiemos a las personas con cargas, sino aligeremos sus fatigas en nombre del Evangelio de la misericordia, para distribuir con alegría el consuelo de Jesús a una humanidad cansada y herida.

Que la Iglesia no sea un conjunto de prescripciones, sino un puerto de esperanza para los desalentados. ¡Ensanchen el corazón, por favor! Que la Iglesia sea un puerto de consuelo, donde la gente se sienta animada a navegar por la vida con la fuerza incomparable de la alegría de Cristo.

Que la Iglesia no sea una aduana. Recordemos lo que dice el Señor: todos, todos, absolutamente todos estamos invitados.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 8 de octubre de 2023 No. 1473

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