Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

Basta el cambio de una palabra para que varíe el sentido de lo que decimos, como basta un leve giro en el manubrio para torcer la ruta del automóvil. No confundamos los niños que están en la calle con los niños que son de la calle. Unos están ahí ratos del día, otros viven ahí de continuo.

Niños “en” la calle son los que ahí trabajan sin horario fijo, en cualquier remedo de trabajo elemental y raquítico, pero trabajo al fin con el que contribuyen al gasto de la familia o compran la torta y el refresco del día. Como la pobreza es ingeniosa y la infancia imaginativa, los niños inventan los más increíbles comercios callejeros. No roban, venden. Y un niño que vende chicles o globos en la avenida es un vendedor ambulante, no un vago desarraigado como algunos los tachan.

Niños “en” la calle son los que ahí juegan y se divierten, porque ni en su caricatura de casa —dos cuartos estrechos, oscuros, tristes—, no hay lugar para hacerlo, ni tampoco tienen cerca algún campo deportivo donde pudieran jugar sin el riesgo de molestar a los transeúntes o ser atrapados por la alta marea de los automóviles.

Niños “de” la calle son aquellos que carecen de hogar. Su casa es la plaza, la estación de autobuses, el baldío, la acera ancha y ajena. Sea porque sus padres — ¿podrá llamárseles padres? —, los abandonan a su suerte o porque los mismos niños abandonaron el hogar y marcharon a la trágica aventura de vivir en la soledad y a la intemperie. En los Estados Unidos de América, el año pasado de 1993, 22 mil niños fueron abandonados, echados a la calle por quienes los engendraron. ¿Y cuántos en Brasil y en México?

Pero tanto los niños en la calle como los niños de la calle conllevan semejantes peligros, así sean mucho más activos y seguros los riesgos que sufren aquellos pequeños que pasan día y noche, la infancia toda, sin un cobijo, no una brasa que caliente el alma, ni un rincón que puedan llamar suyo. La calle es mala consejera aun para los adultos recios, con mayor razón para vidas tiernas y moldeables.

Peligros de la calle son la iniciación a la drogadicción, la tentación del robo, el hostigamiento sexual y las violaciones, la violencia insultativa con que la sociedad trata o maltrata a estos niños—ponte a trabajar, báñate, sucio, holgazán—, la explotación por empleadores que los hacen trabajar mucho mientras les pagan poco; y lo más amargo es que a estas vidas de 12, 14 años, les falta autoestima, no confían en sí mismos, desconfían de los demás, destinos sin destino, nada esperan del futuro, niños sin niñez, adultos a la fuerza, piedras rodando en el arroyo y llevados por la corriente, ¿a dónde?

Cada niño es su propia historia, como cada vela tiene su manera de llorar la era. Pero la historia general de la infancia callejera proviene de la desintegración familiar, de la pobreza económica y de la ausencia de valores morales. Toda una maquinaria pesada y descompuesta que es preciso arreglar cuanto antes.

Artículo publicado en El Sol de San Luis, 11 de febrero de 1994; El Sol de México, 11 de febrero de 1994.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 8 de octubre de 2023 No. 1473

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