Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

La gente salía de compras a la calle caminando tranquilamente como si la calle fuera la continuación del patio de su casa. A la caída de la tarde, se iba a dar unos pasos curioseando los escaparates, deteniéndose a media esquina con desenfadada confianza, como que el peatón era todavía el dueño de la ciudad. Sus pies, como un sismógrafo, la medían, la registraban, la dominaban.

Luego la ciudad se hizo una acumulación de gente, negocios, poderes, anuncios, necesidades innecesarias, prisas y peligros. El automóvil tomó por asalto la ciudad. Las calles se convirtieron en una larga pista de carreras Fórmula Uno, en un gigantesco estacionamiento. La ciudad soy yo, proclamó su majestad el Automóvil. El gran secuestrador tomó por rehenes a los pobres peatones para no soltarlos jamás.

El peatón como ente amistoso que vaga por las calles y utiliza su propia locomoción para trasladarse, comunicarse con los demás y disfrutar del entorno en donde vive, se ha extinguido en las ciudades como se han extinguido las ballenas azules en el mar. Los peatones ya no cuentan, son especies desaparecidas por el diluvio universal de las máquinas.

Para el automóvil, la cómoda anchura de las alfombras de asfalto. Para los peatones, el estrecho refugio de las aceras, donde los pobres jadean para abrirse paso o se resignan a caminar en fila india o en procesiones penitenciales.

Porque ni siquiera las aceras pertenecen totalmente al peatón, caminante enfrenado a cada paso por el señor que vende lotería, el ciego que pide limosna, los comerciantes callejeros, los que tragan fuego, las marías esponjadas en la acera con vendimias de yerbabuena y muñecas de trapo, el mitin del día que nunca falla, los obreros del Departamento que buscan una cañería rota y así.

Como no sea fantasma o haya descubierto los poderes ocultos de la mente, ¿por dónde podrá transitar el peatón? Ser incómodo que lo mismo fastidia a los conductores que a los otros peatones. El pobre está entre la espada y la pared.

Las relaciones humanas más deterioradas del momento no son ya las tradicionalmente ácidas entre suegras y yernos, entre Estados Unidos y Cuba, entre Gigantes y Cardenales beisboleros, sino entre los que van al volante y los que van que vuelan esquivándolos. Se dicen cosas que no se dirían a no haber de por medio una lámina y cuatro ruedas.

Para el conductor, el peatón es un pobre diablo, bípedo implume, materia despreciable. Para el peatón, el conductor es un pájaro de cuenta, plantígrado procaz, perdonavidas ensoberbecido, bárbaro acomplejado para quien el prestigio social depende de sus patas infladas.

El hecho es que vivimos en un mundo salvaje en que importan más las cosas que las personas, el automóvil que el peatón. Preocupa más un embotellamiento de carros en la avenida, que un embotellamiento de pobres en la barriada. Vivimos en plena cosificación de las personas y personificación de las cosas. Por eso los peatones están en la calle. Precisamente en la calle de la amargura.

Artículo publicado en El Sol de México, 10 de septiembre de 1992; El Sol de San Luis, 26 de septiembre de 1992.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 4 de junio de 2023 No. 1456

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