Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

La verdad es que en diciembre, la ciudad es más ciudad -¿o menos ciudad?-, con remolinos de gente y esquinas agobiadas de prisa, la alegre confusión de los grandes almacenes con escaleras mecánicas para ascender a los cielos donde envuelven regalos de navidad y año nuevo, los hombres elegantes de la noche colmando bares y discotecas y, entre el bullicio y la apretura de compras, de cines, de cafeterías, la gente luchando por un taxi, por un camión siempre lleno que va y viene como cangrejo loco, o por el último y nostálgico metro de los suburbios.

La ciudad es un universo donde hay prácticamente de todo, el gran almacén donde puede adquirirse todo lo imaginable y parte de lo inimaginable con tal que el dinero no sea imaginario. Ya lo decía el poeta -sobran en él los adjetivos-, el poeta Walt Whitman que “nada de lo que se refiere al hombre es ajeno a la ciudad”. Porque la ciudad es escuela, mercado, ágora, jardín, hospital, arte, política, zoológico, inmensa pantalla televisiva, cuerno de la abundancia capaz de ofrecer los mejores medios para el desarrollo, la salud y la riqueza espiritual.

La ciudad es ambivalente y contradictoria por definición, es fiesta y temor, soledad y multitud, comunicación y dispersión, riqueza y carencia, plenitud e insatisfacción personal, todos los extremos se tocan en este extraño piano-forte. Al polo positivo y negativo de la ciudad deliciosa y dolorosa, cantaron Efraín Huerta y Alejandro Aura, acaso más certeros que los sociólogos. La ciudad es una sirena, escribe Aura, cuyos engañosos cantos de salvación atraen al ingenuo que pasa por la calle y cree, y entonces la sirena-ciudad, exquisita y bella, lo devora para seguir cantando, para seguir engullendo.

La ciudad es la cultura unidimensional que hace a los hombres pobres de experiencia, porque únicamente les interesa la cultura del rendimiento, del consumo, de la acción, de la burocracia creciente, de la sociedad anónima, cosificante, funcionalista que limita los contactos vivos de persona a persona. Interesa el interés, no la gratuidad; importa lo que el hombre hace y no lo que el hombre es; preocupa el tiempo presente en exclusión del futuro previsible y razonable.

La ciudad es pluralista como que aumentan cada día las posibilidades de información y conocimiento de la enorme variedad de formas de pensar y de vivir que se dan cerca y lejos de nosotros. Así crece la curiosidad por “lo otro”, por “lo diferente”, sea como sea y esté como esté. Ciudad, almacén de ideas, culturas, estilos de vida para rechazar o elegir, para comprender lo distinto, para no creer con soberbia que uno lo sabe todo, lo tiene todo, sino para ejercer desde ahí el diálogo y la crítica.

En la película Cielo sobre Berlín de 1987, su director Wim Wenders nos muestra la presencia de dos ángeles que recorren la ciudad observando sus gentes y sus casas, un niño que juega en la calle, un payaso que ensaya la función, un hombre triste, un suicida, estudiantes, ancianos solitarios. Ante este panorama ambivalente y plural, los ángeles se deciden a no ser más meros espectadores de una ciudad necesitada de alma, para ayudar a los hombres y echarles una mano o un ala. Se solicitan ángeles -nosotros-, para que sea más humana la ciudad bajo diciembre.

Publicado en El Sol de México, 7 de diciembre de 1989; El Sol de San Luis, 17 de diciembre de 1989.

 

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 3 de diciembre de 2023 No. 1482

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