Por Mauricio Sanders
No, no amo mi patria. Su fulgor inasible me deslumbra. Pero ayer fui con mi perra Latvia a un parque en el barrio de Churubusco, muy cerca del ex convento de San Diego, donde, por falta de municiones, el general Pedro María Anaya no tuvo más remedio que rendirse ante los invasores estadunidenses, en la guerra de 1847. En el parque hay unos aparatos para hacer calistenia, práctica deportiva para ejercitar el cuerpo utilizando el propio peso. Uso esos aparatos unas dos veces por semana.
Cuando llegué, había seis hombres trabajando con una planta de luz portátil. Dos de ellos soldaban un tubo a los aparatos. Tres más estaban contemplando los árboles. El otro fue a traer tortas y un Jarrito de mandarina de dos litros. Aunque no estaban uniformados, se distinguían como empleados públicos por sus prendas desleídas y raídas, con logos de distintas administraciones y gobiernos del siglo XXI. Uno traía una gorra, otro una camisola.
Para colocar derecho el tubo, uno de esos hombres, de overol café, tomaba medidas con su pulgar, las cuales dictaba a otro hombre de overol anaranjado, que andaba trepado en los aparatos. “Más a la derecha. No. Ya te pasaste. Tantito a la izquierda. Ya te volviste a pasar. A la derecha. Tantito más. Un pelito. Más. Ái mero.”
No amo mi patria. Pero sentí amor cuando Anaranjado aplicó la soldadura ahí donde Café le indicó, sin usar nivel ni ningún otro instrumento de medición. El tubo quedó derechito. Satisfechos, Overol Café y Overol Anaranjado se fueron a comer sus tortas. Latvia estaba husmeando por ahí.
“Quítate, lobo”, le dijo Anaranjado a mi perra.
A mí se me acercó al que mandaron por las tortas.
“Oiga, andamos trabajando por nuestra cuenta para arreglar los aparatos. ¿Nos apoya?” Yo dejé la cartera y el monedero en casa. Sin comprometerme, le dije que, a la próxima, trataría de acordarme de llevar dinero.
“Sí, está bien. Para la próxima. Al cabo aquí vamos a estar algunos días.”
No amo mi patria. Pero amé la iniciativa de esos hombres, que a lo mejor cobran sueldo del gobierno de la ciudad, pero a lo mejor están desempleados y no tienen empacho en usar la gorra, la camisola o el overol que les proporcionaron para hacer su trabajo, cuando eran trabajadores gubernamentales. A favor de que estaban desempleados, está la camioneta blanca destartalada que vi al salir del parque, que tenía pintado un rótulo que decía algo así como “materiales de herrería y construcción”.
Los aparatos, aunque están en un estado de conservación bastante aceptable, sí necesitan mantenimiento. Uno podría ponerse sangrón y decir que es obligación de la alcaldía repararlos y pintarlos, lo cual quizá sea cierto, por lo menos en algún reglamento. Podría decir que, al solicitar una contribución voluntaria, esos hombres estaban violando alguna ley que, supongo, ha de estar publicada en el papel viejo de algún Diario Oficial.
Los trabajadores que estaban arreglando los aparatos demuestran que puede haber modos, que no sean los impuestos, para que los ciudadanos nos organicemos para construir y conservar deportivos, parques y jardines.
No amo mi patria. Pero amo poder admirar a esos hombres, que tenían ganas de trabajar, unos metros de tubo sobrante, sus herramientas y la esperanza de que, quienes sacamos provecho de los aparatos de calistenia, les pagáramos dinero por hacer un trabajo útil y honesto. Amo cuando el derecho natural va primero que la ley positiva.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 1 de octubre de 2023 No. 1473