Por Mauricio Sanders

Acerca del libro de texto de historia de México, nunca bastará con uno solo, cuantimás si lo paga el gobierno en un régimen de partidos. Al partido que gobierna siempre le va a complacer un único texto oficial que legitime sus políticas públicas. Siempre le va a acomodar que la gente lea ese libro y ningún otro más. Por supuesto, entre más malo sea el partido, peor será su libro.

Y ningún libro será lo suficientemente bueno porque, para leer la historia de lo que sea, hacen falta, por lo menos, dos libros: el que dice que Iturbide era un ambicioso y el que dice que era un longánimo, el que dice que Juárez era un leguleyo y el que dice que era un estadista, el que pone a Villa por los cielos y el que lo pone por los suelos. Con opiniones diferentes, el lector forma su propio criterio.

Así pues, en vez de escandalizarnos ante la calidad de un libro de texto, preguntémonos qué podemos hacer para que, en las escuelas, los alumnos adquieran la capacidad, no para hojear un libraco retacado de dibujitos, sino para leer un par de obras informativas y amenas, unas recientes, otras bruñidas por la pátina del tiempo. Haciéndonos esa pregunta, llegaremos a la respuesta de que, en el actual sistema educativo, no es posible hacer nada. Ni las universidades lo consiguen.

¿Para qué discutir sobre un libro de papilla predigerida que, en seis años, será sustituido por otro más o menos igual? ¿Por qué no anhelar que los niños de primaria puedan leer, aprender y entretenerse con los libros de Antonio Mediz Bolio o Artemio de Valle Arizpe? ¿Por qué no aspirar a que, en la secundaria, los alumnos aprendan historia de maestros como José Fuentes Mares y Enrique Florescano? ¿A que, en la preparatoria, los alumnos puedan leer, entender y disfrutar los libros de fray Toribio de Benavente y fray Bernardino de Sahagún?

A lo mejor comí hongos alucinógenos, pero veo visiones sobre un país de alucine: en los tres primeros años de primaria, en las escuelas se aprende el abecé y los párvulos descifran con fluidez las letras impresas sobre el papel. En los siguientes tres, practican la conexión entre oralidad y escritura, usando, por decir algo, la bonita selección de lectura en voz alta que preparó Juan José Arreola o la antología de poesía infantil de Salvador Novo.

En las escuelas secundarias, hay pequeñas, pero serviciales, bibliotecas circulantes de doscientos títulos, escogidos en concierto por la directora y las maestras, de acuerdo con sus gustos y preferencias. Sus ejemplares se han de reemplazar cada pocos años, porque se deshojan y desgastan por el uso, y no por la acción de hongos y termitas.

Veo visiones de muchachos de preparatoria que, para pasar el ciclo, se dividen en equipos. Un equipo lee la historia de Carlos María de Bustamante y otro, la de Lucas Alamán. Para el examen final, exponen sus lecturas en un debate y concluyen que la belleza de la historia está en sus infinitos matices de grisura.

Se me pasa el efecto del pasón. Las visiones se acaban. Al despertarme con cruda, veo un sistema educativo diseñado para maquilar ignorantitos que, creciendo como las verdolagas, llegarán a convertirse en el perfecto idiota latinoamericano. Para escapar de la realidad, me como otro honguito. Entonces, veo visiones de papás que, sabiendo que no es lo mismo educación que escolaridad, dan a sus hijos los libros de historia de México que es posible comprar baratos, sin que el gobierno tenga que meterse para nada…

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 24 de septiembre de 2023 No. 1472

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