Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa
Llega a México el Día de Muertos como llega el mar a la orilla de la playa; nos deja de sus lejanías y profundidades, un fleco de espuma, un tesoro revelado. De nuestros remotos padres los indios, tan habituados a la muerte y tan “deshabituados a la vida” -frase esta de Rilke-, nos queda todavía, mientras la invasión extranjeriza lo permita, alguna flor, algún simbolismo ritual con que honraron a sus muertos mucho más que cuando estos estaban vivos. Y es que los vivos cierran los ojos a los muertos; pero los muertos abren los ojos de los vivos. Un indígena del valle de México sabía, hace cinco, seis siglos, que morir es sobrevivir y que esta vida no acaba, se transforma.
Todavía el pueblo adorna la tumba de sus difuntos como lo hacían los indios, con la ofrenda floral del cempasúchil, cuya etimología náhuatl es Xóchitl, flor; y cempoalli, veinte, en el sentido de muchas: flor de numerosos pétalos. Son tan teñidamente amarillos que, cuando Dios dijo: Hágase el color amarillo, debió brotar el cempasúchil. No hay otro amarillo ni tan amarillo ni tan bello. De sus virtudes curativas, sus variedades y diversos nombres, escribió el doctor Francisco Hernández, el médico personal de Felipe II, que vino a nuestras tierras por voluntad del rey para estudiar la adelantada medicina de los indios. A nuestra flor de muertos, los franceses llaman “Legión de honor”, porque semeja una dorada condecoración. ¿Podríamos llamarla también Medalla de Oro de las Olimpiadas?
El otro rito funerario de los indios que consistía en poner comida junto a los muertos -la que estos gustaban más en vida-, como sustento para el largo viaje hacia el más allá y como signo de comunión, aún subsiste, sobre todo en el campo, y con sus inevitables variantes. Ya no se deja la comida sobre las tumbas para que aproveche a los muertos, como los indios creían; sino que ahora la consumen “los vivos” o los visitantes de los panteones que creen estar así en unidad con sus difuntos; otros exhiben los platillos en los altares domésticos. Tamales, mole, compotas, dulces, frutas, un colorido bodegón sobre manteles bordados y entre humos de copal y ceras amarillentas alumbrando acaso algún desvaído retrato del difunto. “El mexicano tiene dos grandes amores, el amor a la muerte y el amor a las flores”, así cantaba Carlos Pellicer.
De aquellas ofrendas de comida de los antiguos ritos, encontramos aún en las ciudades, el pan de muertos que suele ser una hogaza redonda sobre la que resaltan las tibias entrecruzadas y se come en familia más por inconsciente tradición que por efectivo recuerdo de los amados difuntos. Las calaveras de azúcar son el otro sucedáneo de las ofrendas comestibles; calaveras adornadas con papelillos de colores que llevan en la frente el nombre del muerto que se quiere recordar.
Solo que el pan de muertos y las calaveras de azúcar son cada año, más feos y más caros. Era tan rico aquel pan de muertos hecho con nata, huevos, leche, pasas y sopeado con un chocolate almendrado y burbujeante.
Hoy los vivos pueden quedar al borde del soponcio no más enterarse cuánto cuesta una contrahecha calaverita de azúcar (pariente del Abominable Hombre de las Nieves), un correoso pan de muertos y un esmirriado manojito de cempasúchil. Tengan los muertos piedad de los vivos. Que hoy por hoy, son los cuerpos y las almas en pena.
Publicado en El Sol de México, 26 de octubre de 1988; El Sol de San Luis, 29 de octubre de 1988.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 29 de octubre de 2023 No. 1477