Por Arturo Zárate Ruiz
En la Solemnidad de Todos los Santos hemos recordado que nadie es excluido del llamado a la santidad. Jesús nos lo dice: «Sed santos como vuestro Padre celestial es santo». Pero, a primera vista, llegar a serlo es muy difícil.
De hecho, hay un caminote hacia la santidad que parece imposible para cualquiera de nosotros, los pecadores.
He allí el joven que preguntó al Señor cómo conseguir la vida eterna. Jesús a su vez le preguntó si cumplía con los mandamientos. ¿Nosotros lo hacemos? No es necesario cortarle con un hacha la cabeza a tu vecino para matarlo: basta un descuidado chisme para destruirlo. No tienes que asaltar un banco para convertirte en ladrón: basta reducirles o retenerles el salario y sus prestaciones a tus trabajadores. No tienes tú que ser el fornicador: basta que, para asegurarte de que tu hijo adolescente “se haga hombre”, le financies sus noches de “amor”. ¿Que no sufres ninguna envidia?, sin embargo, te burlas, en el salón de clases, del cerebrito que saca puros dieces. ¿Que no dices mentiras?, pero pones cara de “yo no fui” cuando te pillan por fisgón. ¡Caramba!, te portas excesivamente bien porque, vanidoso, quieres atraer la atención de la gente, no servir ni alabar a Dios. La egolatría es tal vez la peor forma de idolatría. El diablo pecó por soberbio.
Volvamos al joven. Éste respondió a Jesús que sí cumplía con todos los mandamientos. Sin embargo, cuando el Maestro le pidió, pues era muy rico, que repartiera su fortuna y lo siguiera, el muchacho prefirió retirarse. No amaba, pues, este joven más a Dios que a las cosas. Su idolatría era hacia el dinero.
Jesús, digámoslo de nuevo, le pidió al joven que lo siguiera. ¿Estamos dispuestos a hacerlo y tomar nuestras cruces, es más, ayudarle como Simón de Cirene con su Cruz? Nos propone Él, para ser felices, para ganar la vida eterna, el camino de las bienaventuranzas: pobreza, mansedumbre, persecución, sufrir injusticias, dolor a punto de llorar y llorar, entre otras lindezas. De no estar inmersos en la cultura cristiana se diría que nuestro Dios es sádico y nosotros, al seguirlo, unos masoquistas.
Ciertamente se nos pide fe, y no sólo para creerla, también para vivirla y predicarla, pero, de nuevo, de no estar inmersos en la cultura cristiana, muchas de nuestras creencias son difíciles de aceptar, como el que un Hombre sea Dios, y que ese Hombre sea nuestro alimento: «¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?».
Se requiere sobre todo amor. Por ello, las obras de misericordia: dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo, visitar a los encarcelados, proteger a las personas sin hogar, visitar a los enfermos, enterrar a los muertos, enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que está en error, perdonar las injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos de los demás, rogar a Dios por vivos y difuntos.
Por si fuera todo esto poco, lo debemos además hacer, por decirlo de una manera, con una sonrisa en la boca, inclusive eso de amar a nuestros enemigos y eso de poner la otra mejilla cuando nos abofetean. San Francisco de Sales lo advirtió: «un santo triste es un triste santo». La santidad debe manifestarse, pues, en los frutos del Espíritu en nosotros: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad.
¿Imposible la santidad para nosotros? Santa Teresita nos recuerda que no. Por eso nos propone un atajo, el Caminito, no el subir nosotros mismos la alta montaña, sino treparnos en un elevador (ya los existían en tiempos de esta santa): Jesucristo Nuestro Señor.
Y no es que no se necesiten las obras para alcanzar la santidad, no es que baste decir que Jesús es Dios, como proponen los protestantes
Sí se necesitan las obras para ser santo. Con todo, esas obras, de confiar en Dios, no van a ser nuestras, sino de Jesús que con su gracia opera en nosotros. Él, quien es el único Santo, es quien nos santifica.
Imagen de Vytautas Markūnas SDB en Cathopic