Por P. Fernando Pascual
Preguntamos por el clima, por el fútbol, por la guerra, por la familia, por los amigos, por el trabajo.
Preguntamos a otros, o nos preguntamos a nosotros mismos en momentos de reflexión o, simplemente, cuando susurramos: ¿dónde puse las llaves?
Las preguntas que formulamos a veces necesitan una respuesta urgente: doctor, ¿es grave lo que tengo?
Otras veces lanzamos al aire una pregunta simplemente como una curiosidad sin mayores pretensiones: ¿cómo se llama ese pájaro que escuchamos desde casa al atardecer?
Formulamos preguntas, y nos llegan preguntas. No siempre podemos responder a quien nos pregunta como desearíamos, porque no sabemos, o porque sospechamos que la pregunta esconde intenciones no claras.
El mundo está lleno de preguntas. Incluso en internet, los buscadores reciben una y otra vez preguntas de todo tipo: ¿cuándo llegan las rebajas? ¿Habrá huelga este viernes? ¿Qué dieta seguir para recuperar la ferritina?
Una vez formuladas las preguntas, esperamos encontrar respuestas. Queremos que sean buenas, que nos ayuden desde la verdad, que orienten nuestra mente y nuestro corazón en este momento concreto del día.
No siempre llega la respuesta que esperamos. El doctor no se atreve a bajar a detalles y se conforma con unas palabras genéricas: “vamos a ver cómo evoluciona la situación en los próximos 15 días”.
Otras veces recibimos una respuesta cruda, difícil. Aquel que considerábamos como amigo acaba de responder con una negativa seca a nuestra petición de ayuda.
Entre las preguntas, el corazón mira al cielo y desea encontrar una respuesta completa, necesaria, sobre ese gran tema: ¿tiene sentido la vida?
Solo Dios puede dar la respuesta completa a esa pregunta íntima, que formulamos mientras esperamos la llegada del sueño, o cuando estamos atorados en un atasco que no parece tener fin.
Muchos ya han encontrado la respuesta definitiva, gracias a un Maestro, Hijo de Dios e Hijo de María, que nos dijo un día: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida…” (Jn 14,6).
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