Por P. Fernando Pascual
Se pierden las llaves del armario, de la maleta, del coche, incluso de la propia casa.
Es un momento difícil, sobre todo si hay una situación de emergencia, si uno llega a casa y las llaves no salen del bolsillo…
En seguida surgen las preguntas: ¿cómo se perdieron? ¿Se trata de mi culpa? ¿Alguien me distrajo y al final no supe dónde quedaron las llaves?
Mientras, hay que afrontar la situación serenamente. No tiene sentido desesperarse, o lanzar acusaciones contra otros o contra uno mismo. Hay que poner remedio al problema.
Cuando aparecen las llaves, en un rincón de la casa, en el fondo de un abrigo, o simplemente en el parque donde la familia pasó un rato de descanso, se produce alegría y alivio: volvemos a la situación inicial.
Pero queda en el corazón alguna pena y, en ocasiones, reproches, al reflexionar y concluir que faltó prudencia, que las prisas llevaron a la pérdida de las llaves, que era posible evitar aquel pequeño drama.
Lo importante es seguir adelante: las llaves no son todo en la vida, y existen, gracias a Dios, alternativas mientras no aparecen las llaves.
Además, uno puede aprender a ser más cuidadoso, a poner orden en sus cosas, a no usar pantalones con bolsillos agujereados, a guardar las llaves en lugares más seguros.
La vida, desde luego, vale mucho más que unas llaves. Por eso, cuando se pierden las llaves, podemos detener un poco ese frenesí que nos lanza a mil ocupaciones. Así tendríamos más tiempo para reflexionar sobre lo frágil que es todo lo humano y para invertir en lo único que vale la pena.
Porque, aunque perdamos unas llaves importantes, lo único importante es acoger las llaves del Reino de los cielos que nos ofrece Cristo con su misericordia, para mantener siempre abierto el corazón a lo que da el verdadero sentido a la existencia humana…
Imagen de Christo Anestev en Pixabay