Por Mauricio Sanders

Uno quiere estar actualizado, pero es imposible seguir todos los periódicos y todos los noticiarios por radio y televisión, que comunican pocas noticias en realidad, pero las engordan con glosa y comentario. Día a día, hora por hora, minuto a minuto, cambian las circunstancias. Que si ésta declaró tal. Señal de ésa. Guiño de aquélla. Para colmo, está el atolondramiento provocado por los chats: audio, texto y video, audio, texto y video que te entran por ojos y oídos, sin que el cerebro tenga oportunidad de separar el grano de la paja. Muchos emiten, pero nadie resume y sintetiza. Ante la avalancha de información, es natural enloquecer.

Un equilibrio incierto

Supuestamente, este modus operandi sirve para que contemos con elementos para la acción. Pero lo que acaba sobreviniendo es una parálisis de la voluntad, cuya causa está en las tormentas emocionales que nos sacuden: nos inquieta un rumor, nos enoja un chisme, nos entristece un enredo. Buscando cierto equilibrio, la más mínima murmuración detona un entusiasmo desmedido, que momentáneamente disipa la inquietud, el enojo o la tristeza.

Sin embargo, consume tanta glucosa que, después, nos sentimos agotados. Sobreviene el malhumor y, si estabas atorado en el tráfico, mientas madres con el claxon, de manera que echas a perder tus intenciones de hacer de tu esquinita de mundo un lugar mejor para vivir. Así pues, pretender estar enterado de política acaba siendo un hábito tan sano como emborracharse con pitufos.

¿Y si estar actualizado en temas de política se tratara de otra cosa? ¿Si fuera algo como lo que contaré a continuación? A lo mejor uno amanece el jueves con ganas de estar enterado de cuestiones políticas cruciales. Va al librero. “¿Qué se me antoja?”, se pregunta. “¿Macbeth o Fuenteovejuna?” Habiendo escogido a Shakespeare o a Lope de Vega como interlocutor, uno sale a la calle. Al pasar por la iglesia, se mete a santiguarse, pero entra justo a la mitad de la lectura del Evangelio, tomada del de San Lucas: “¡Ay de ustedes los ricos!” Uno oye las palabras, sin que aparentemente hagan mella.

Las señales cotidianas

Mientras uno sigue su camino, se pregunta: “¿Cómo es que, en la misma manzana, hay tres predios colindantes cuyas puertas abren sobre sendas calles, y uno es la iglesia, otro un convento y otro un albergue para niñas centroamericanas que cuidan unas monjas de hábito azul marino?” Como uno anda atento a sí mismo, se da cuenta de que acaba de hacerse una pregunta política compuesta. Uno anda de buenas. “Buenos días, señora Tams.” La señora Tams todavía sale a barrer su banqueta, pero ahora la acompaña una enfermera. Uno toma nota mental: “Mi vecina anciana es maestra de constancia en la adversidad inevitable”.

Al llegar al mercado, uno advierte un letrero que convoca a asamblea de locatarios. Toma otra nota y compra las papas que le hacían falta. De vuelta a la casa, advierte un restorán que habían puesto muy bonito, pero, antes de ser inaugurado, amaneció con un sello que dice: “Clausurado por violar la ley.” Uno pasa la tarde ocupado en quehaceres que no son política y, ya en la noche, se pone a ver una película sobre la reunión de Chamberlain y Hitler en Munich.

¿Y si enterarse de asuntos políticos no se trata de atiborrarse la mente y desgastarse los nervios? La política está en nuestra naturaleza. No se trata de violentarla, sino de darle una ayudadita. A fin de cuentas, con ser naturales, estaremos siendo políticos.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 29 de octubre de 2023 No. 1477

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