Por P. Justo López Melús
ALIVIO DE CAMINANTES
Leonardo da Vinci empezó a pintar en un gran mural la Última Cena de Jesús. Quería que fuera su obra maestra. No tenía prisa, miraba todos los detalles. Para el rostro de Jesús fue muy exigente. Buscó durante meses un modelo a propósito. Quería que expresara fuerza y dulzura, espiritualidad y luminosidad… Por fin dio con él, Agnello, un joven abierto, hermoso y trasparente que encontró por la calle. Ese sería el rostro de Jesús. Un año más tarde recorrió todos los barrios bajos de Milán. Necesitaba un modelo para el rostro de Judas, el traidor. Un rostro que expresase dureza y desengaño. Después de muchas noches entre gente de mala fama lo encontró. Lo llevó al convento y se puso a pintar su rostro. De repente vio lágrimas en sus ojos.
–¿Qué pasa? –le preguntó Leonardo.
–Yo soy Agnello –respondió.
Era el mismo que un año antes le había servido de modelo para el rostro de Cristo.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 19 de noviembre de 2023 No. 1480