Editorial

El 23 de noviembre de 1634 por la noche, Jesús le fue revelado a Pascal. El genio matemático lloró de alegría en un éxtasis que dejó para la posteridad en medio de frases sin hilo, como balbuceos ante la grandeza divina. Descubre que una de las gotas de sangre del Calvario fue derramada, precisamente, por él. A quien había hecho una “apuesta” en la que se introducía la duda sobre la existencia de Dios, se le ilumina el entendimiento del corazón (que tiene razones que la razón no entiende), y pronuncia aquello de “no me buscarías si no me hubieses encontrado”.

Dios nos busca para que seamos factores de cambio. “Porque, según Bossuet, como dice excelentemente San Juan Crisóstomo, la doctrina del Evangelio tendría muy poca eficacia si fuera impotente para introducir la cultura en las ciudades y dar reglas a las sociedades y al trato social”. El encuentro de Jesús tiene una dimensión personal y comunitaria. Un llamado, si se quiere, a ser testigo delante de los hombres, a cambiar el rostro de lo que nos rodea, a proponer el bien posible. Es un grave error creer que no se puede ser devoto en medio del mundo. La alegría de Pascal aquella noche no fue la alegría de quien “se sabe salvado”, sino la emoción de quien ha comprendido que será su “perdición”: desde ese momento será enviado a buscar almas, una misión que no podría eludir.

En otras palabras: ya no puede ser neutral porque está a la intemperie Ya no puede disimular lo que es, mucho menos avergonzarse de pertenecer a la Iglesia ni entristecerse de los dogmas de la fe. La saeta que nos clava el que nos busca porque ya nos había encontrado es la imposibilidad de quedarnos lejos de la luz. En las tinieblas de la mediocridad, en la oscuridad del testimonio. De aquí surge la oración.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 26 de noviembre de 2023 No. 1481

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