Por Mauricio Sanders

Me extraña la calidad de los mitos fundacionales que nuestros tatarabuelos escogieron para asentar los Estados Unidos Mexicanos. En específico, me refiero al mito del Imperio azteca como una organización que, si bien practicaba la guerra florida y los sacrificios humanos, llevaba leyes benignas a los cuatro puntos cardinales, unificando a pueblos disímbolos en torno a beneficios comerciales e ideales compartidos. A lo mejor, el Estado-nación nos hubiera salido mejor si lo hubiéramos fundado sobre otro mito.

En el mito que nuestros tatarabuelos rehusaron, los aztecas eran unos gandallas que cobraban derecho de piso al resto de los pueblos del Anáhuac, a los chalcas, los xochimilcas, los culhuacanos, los coyoacanos, a los de Tacuba, Texcoco y Azcapotzalco y, en fin, a todo el que podían. También se envalentonaban con los pueblos de las regiones de Puebla-Tlaxcala, Toluca y Cuernavaca. En realidad, los aztecas se manchaban con toda la gente que estaba a su alcance, incluyendo alguna que poblaba los actuales estados de Guerrero y Veracruz.

A este sistema de bravatas y chantajes se le ha llamado Imperio azteca. Si este “imperio” dejó más o menos en paz a los purépechas, los zapotecas y los mixtecas básicamente fue porque ya les quedaban muy lejos a los gandallas, que, para fortuna de los otros, carecían de caballos, bueyes, burros y carretas. Aun careciendo de medios de transporte, los aztecas llegaron a pie a Centroamérica, para echarle bronca a los de El Salvador.

Hay que decir que, en casos excepcionales, los mexica ayudaron a alguien. Por ejemplo, en Guanacaste, al norte de lo que hoy es Costa Rica, defendieron a los chorotegas contra otros que eran todavía más gachos: los indios nicaraos. Nada mensos, los mexica se cobraron con mujeres locales.

En cierto momento, llegaron los españoles y los pueblos oprimidos vieron la oportunidad para deshacerse de los bravucones. A los buleados les salió muy bien la maniobra, que ahora conocemos como Conquista de México. No nada más se liberaron, sino que se expandieron como nunca, llegando hasta Santa Fe de Nuevo México.

De Guanajuato hacia el norte, la civilización es obra de nahuas tan listos que supieron equiparse con las novedades importadas de Europa, como religión incruenta, Virgen morena, derecho romano, lingua franca y alfabeto compacto.

Por si fuera poco, el proceso civilizatorio que siguió a la Conquista no estuvo manchado por la venganza, pues los indígenas vencedores no exterminaron a los vencidos de Tenochtitlan, sino nada más depusieron a la casta de sacerdotes y soldados que también tenía cogido al común de los aztecas por el pescuezo. Positivamente incluyentes, a lo largo del proceso los naturales de la tierra se fueron mezclando con los europeos, garantizando así que sus genes y su cultura se transmitieran a lo largo de las generaciones de una nueva raza humana.

En fin, nuestro mito fundacional es como es. Por razones de Estado, nuestros tatarabuelos, que no eran tontos, lo escogieron y ya quedó fijo en el escudo nacional, que es una interpretación peculiar de algunos hechos históricos. Nadie quiere los cien años de guerra civil que tomaría reemplazarlo. Sin embargo, no hay que perder la capacidad de criticar el mito y de cuantificar cuán caro nos ha costado.

Si otro hubiera sido nuestro mito fundacional, la historia de México comenzaría por una victoria de la justicia y la libertad, dentro de los límites que impone la caída condición humana. Los mexicanos modernos podríamos rastrear nuestro origen hasta una portentosa hazaña original. Desde el principio, ya éramos unas chuchas cuereras.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 10 de diciembre de 2023 No. 1483

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