Por Arturo Zárate Ruiz

Cuídese, amable lector, de que lo identifiquen como “conservador”, como “contrario al progreso”.  De ser hoy así señalado, en el mejor de los casos lo tacharán de loco: ¿cómo puede ir usted en contra de los avances? Se arriesga además a que una multitud lo linche y queme en leña verde, por considerarlo como enemigo de la humanidad.

Dicho esto, cabe notar que “conservador” y “progresista” son etiquetas huecas si no se especifica que quiere uno conservar o hacia qué rumbo uno quiere progresar. Me parece bien querer conservar las tradiciones que nos permiten identificarnos y cohesionar nuestra comunidad, pero ¿hay que preservar todas las costumbres, inclusive —como ocurre en algunos lugares de México— el obligar a las hijas a casarse, es más, venderlas por un cartón de cerveza? Me entusiasman las nuevas técnicas quirúrgicas, ¿pero debo aplaudirlas todas, en nombre del “progreso”, inclusive las destinadas específicamente para la eutanasia?

Cabe, pues, hacer algunas precisiones sobre ser “conservador” o “progresista”.

Si de etiquetas políticas hablamos, hay algunas más precisas: liberal es quien defiende la propiedad privada y las decisiones “individuales” (las que sean, aun dizque el aborto); socialista es quien quiere el control de las propiedades por el Estado pero preserva las decisiones “individuales”; totalitario es quien quiere el control de la propiedad y de las decisiones individuales por el Estado, y conservador el que defiende la propiedad privada y una moral colectiva (o más bien simple moralidad) que limita las decisiones dizque individuales, como el abortar, o el casarse con una hermana.  Una categoría más sería el corporativismo: la propiedad no es entonces ni privada, ni del Estado, sino de “sectores sociales” predefinidos, por ejemplo, reservar un campo de pesca o una ruta de transportes a una cooperativa (la que, por lo regular algo común en México, controla un líder, no el grupo).

Otra precisión sería que es difícil aplicar con pureza estas etiquetas a una persona.  Suelo preferir las empresas privadas que las estatales, pero hay casos, como el transporte urbano, en que prefiero que al menos su trazo lo maneje el gobierno, pues por lo común a la autoridad municipal le es más fácil establecer y hacer cumplir las rutas.  Si cambiar es “progreso”, a veces es necesario comprar nueva ropa porque la vieja ya dio de sí.  Pero si preservar es ser “conservador”, claro que uno debe mantener la costumbre de vestirse: es de humanos el pudor y algo tan práctico como protegerse de las inclemencias.  He allí que dijo Jesús: un maestro siempre sabe sacar de sus armarios cosas nuevas y viejas, es decir, se puede ser conservador y progresista a la vez, según lo que convenga.

Ahora bien, las cosas que uno saca o coge del “armario” no son necesariamente buenas o malas en sí.  Lo son según su uso o relación con nosotros.  El fuego calienta, pero también quema.  El agua hidrata, pero también ahoga.  Incluso alguien tan adorable como una mamá puede ser contraproducente si malcría y mima demasiado a sus hijos.

No todo lo nuevo tiene que ser mejor que lo viejo. ¿Prefiere usted una salsa licuada o de lata a una de casa, de molcajete? ¿O el arte renacentista a los adefesios actuales?

Tampoco todo cambio o “avance” es imparable. Se nos dice esto para perder esperanza en conservar aun lo más preciado, como es la fe.  Según muchos filósofos modernos, la religión es cosa ya superada.  Pero san Pablo nos advierte: «vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades».  Sin embargo, mi punto aquí es que creer que el progreso es imparable nos hace olvidar que muchas grandes civilizaciones sucumbieron a la decadencia.  Hoy, por ejemplo, el populismo agobia a poderosas naciones haciéndolas perder el respeto a las leyes que permiten su grandeza.

En fin, hay un progreso imprescindible, que siempre debemos abrazar: el crecer en las buenas costumbres y en las virtudes cristianas, sobre todo en el amor a Dios y al hermano.

 
Imagen de Felix Lichtenfeld en Pixabay


 

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