Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
La vida contemporánea nos somete al tiempo y nos vincula al espacio; al fin somos seres históricos, estamos en el ahí y en el ahora, somos ‘ser y tiempo’ como lo enseña Heidegger.
Pero parece que no tenemos tiempo para muchas cosas; aun agendando actividades, de manera imprevista, nos ‘agendan’ y vivimos horas de frenética impaciencia.
En la posmodernidad, el ser humano, se ha convertido aparentemente en dueño y artífice de todo: la ciencia, la técnica, la economía, el trabajo, el transporte, propiciando una cultura del tener y de la prisa, de la noticia impactante momentánea y del olvido de lo esencial y de lo principal.
Dios tiene tiempo para nosotros de modo que ‘el tiempo ya es una dimensión de Dios’, -como lo afirmara san Juan Pablo II, por la encarnación del Verbo, Jesús.
El tiempo de Dios es tiempo para nosotros. Por supuesto desde el momento de la creación inicial del universo en su proceso cósmico hasta ahora nos acompaña como ser trascendente cuya acción permite mantenerla en el ser toda la realidad creada para que no retorne a la nada; el centro de la Historia, es la encarnación y la redención del Logos, Verbo de Dios, el Hijo de Dios y el Hijo de la Santísima Virgen María y su ‘adviento’ según el latín o en griego ‘parusía’, o ‘venida’ en español; la primera palabra la hemos reservado como tiempo de preparación, de alegría y vigilancia ante la perspectiva de su primera venida. Ahí tenemos a los Profetas, particularmente en este tiempo previo a la Navidad, del profeta Isaías. Tiempo de gozosa espera.
El tiempo de consumación y final de la Historia, lo llamamos ‘Parusía’, en preparación a la segunda venida del Salvador, que la hará con gran poder y majestad.
El tiempo de Adviento para la Navidad, nos ayuda como período anterior a la Parusía, como entretiempo, para aceptar la misericordia de Dios, para agendar un tiempo y un espacio para él y para los hermanos, los humanos, en ‘vigilante espera’, como nos señala el texto del Evangelio de san Marcos (13, 33-37).
Así podremos abrir nosotros el tiempo para la eternidad, por ese amor de comunión con Dios y con los humanos.
Con el primer domingo de Aviento, se inicia el Nuevo Año Litúrgico; le seguirán tres más.
El Señor del tiempo y de la eternidad, no se ha retirado de nosotros; por la Eucaristía él nos acompaña, está con nosotros y en medio de nosotros. Hacemos memoria de su venida, anunciamos su muerte y proclamamos su resurrección, invitándolo a que regrese cuando decimos ‘ven Señor Jesús’.
Hoy más que nunca le pedimos la Paz, al Príncipe de la Paz; que cese la violencia fratricida en Israel,-su tierra, en Ucrania y en México. Que muestre su Rostro y nos salve. Que en él nos convirtamos a la Paz.
Si Dios tiene un tiempo y un espacio para nosotros, busquemos el encuentro con él por la escucha de su Palabra, por la caridad efectiva y concreta para el hermano, con la jubilosa alabanza y con una profunda alegría, propia de los que se ‘alegran en Dios’, nuestro Salvador.
Imagen de Mariano83 en Cathopic