Por P. Fernando Pascual
Puedo cambiarme a mí mismo. Puedo cambiar a otros. Puedo cambiar al mundo.
Cada una de las decisiones que escojo produce cambios, para el bien o para el mal.
Así, cuando decido ser egoísta y dejar en casa todo lo sucio para los demás, empeoro mi corazón y provoco pena en quienes me rodean.
O cuando decido ser generoso y voy a visitar a un amigo enfermo, agrando mi alma y regalo un consuelo a quien sufre.
De esta manera, mis decisiones generan cambios, pequeños o grandes, incluso cuando ni siquiera me doy cuenta de ello.
Es cierto que muchas veces quisiéramos lograr ciertos cambios, pero nos falta voluntad, o medios, o simplemente tenemos que reconocer que una situación es casi inmodificable.
Pero también es cierto que otros cambios están a mi alcance. Por ello, vale la pena detenerme unos momentos antes de tomar nuevas decisiones.
Podré plantearme preguntas importantes: ¿vale la pena este gesto? ¿Llevo bondad a través de esta palabra? ¿Promuevo justicia con este comportamiento?
Luego, no todo saldrá como había esperado. Sin embargo, incluso cuando no vea resultados positivos, algo de bien ha sido sembrado en el mundo.
Lo que sembramos desde el amor y para el amor lleva a mejoras. Sobre todo, queda en el corazón de Dios, que nos invita continuamente a ser colaboradores suyos en la hermosa tarea de promover bien y esperanza entre quienes viven a nuestro lado.