Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

Tan necesaria es la autoridad que, sin su fuerza moral, se derrumba desde la pequeñez de un hogar hasta la inmensidad de una nación. La autoridad unifica lo diverso, hace confluir los intereses particulares al interés común, orienta y corrige, supervisa y ejecuta, sin otro criterio ni otro afán como no sea el de servir a quienes son subordinados suyos.

Autoridad no es autoritarismo, despotismo, egoísmo, búsqueda de honor, ambición de poder; sino actitud oferente y servicial en busca del bienestar de todos, fuerza que procede del orden moral, dentro del cual debe desarrollarse para que obligue en conciencia.

El abuso del poder -que lo mismo puede darse dentro de una familia, una escuela, una industria-, suele ser más notorio en el ejercicio del poder político, por tratarse del campo de las decisiones que determinan la organización global del bien temporal de la comunidad y por prestarse más fácilmente, no solo a extralimitaciones de quienes ostentan o detentan el poder sino también a la absolutización del poder mismo, apoyados en la fuerza pública. Se diviniza el poder político cuando en la práctica se le tiene como absoluto. Por eso el uso totalitario del poder es una forma de idolatría que, como tal, choca contra el orden social y aun con el sentido común.

Existen, por desgracia, regímenes autoritarios y aun opresivos en varias naciones hispanoamericanas que constituyen uno de los más insalvables obstáculos para el pleno desarrollo de los derechos de las personas, de los grupos y de las mismas naciones.

Desafortunadamente, en muchos casos, esta situación llega hasta el punto de que los mismos poderes políticos y económicos de nuestras naciones -más allá de las normales relaciones recíprocas-, queden sometidas a centros más poderosos que operan a escala internacional. Tal es el colonialismo externo que abusa del poder de mando, de fuerza militar o de dinero, en detrimento de los países que penosamente buscan el pan, la salud y el trabajo para sus conciudadanos.

Para que los pueblos latinoamericanos puedan cumplir la misión que les asigna la historia como pueblos jóvenes, ricos en tradiciones y cultura, necesitan de un orden político respetuoso de la dignidad del hombre, que asegure la paz y la concordia al interior de la comunidad civil y en sus relaciones con las demás comunidades. Entre los anhelos y exigencias de nuestros pueblos para que esto sea una realidad, sobresalen:

-la igualdad de todos los ciudadanos con el derecho y el deber de participar en el destino de la sociedad con las mismas oportunidades, contribuyendo a las cargas equitativamente distribuidas y obedeciendo las leyes legítimamente establecidas;

-el ejercicio de sus libertades amparadas en leyes e instituciones fundamentales que aseguren el bien común en el respeto a los derechos de las personas y asociaciones;

-la legítima autodeterminación de nuestros pueblos que les permita organizarse según su propio estilo y la marcha de su historia y cooperar en un verdadero orden internacional.

Solo liberando a nuestros pueblos del ídolo, del demonio del poder absolutizado, lograrán una convivencia social en libertad y en justicia, no solo teóricas, sino llevadas eficazmente a la práctica. El nuevo mundo que encontró hace cinco siglos, Cristóbal Colón, debe ser, con nuestro esfuerzo y esperanza, un mundo nuevo.

Artículo publicado en El Sol de San Luis, el 8 de octubre de 1988

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 21 de enero de 2024 No. 1489

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